Migrar es desaparecer para luego renacer, a algunos les toca cargar con una maleta muy pesada, otros viajan desprovistos de casi todo, unos en avión, y otros cuentan los horrores que les tocó a pie antes de llegar a alguna tierra de acogida.
Seis millones de venezolanos por el mundo, es todo un país fuera de su país, pero la historia de los venezolanos también es la historia de mucha otras nacionalidades que sufren los embates de una dictadura.
Como la historia de una madre boliviana a quien le tocó cruzar Latinoamérica junto a su esposo venezolano y su pequeña de casi dos años de edad, los nombres los omito por su condición de solicitantes de refugio.
Cuando la conocí hace un par de meses atrás, en una casa refugio que le brindaba la tranquilidad de un techo y comida por 30 días, no dudó ni un segundo en contarme su historia sin remotamente saber quién era yo.
El primer mes de viaje lo recorrieron en bus desde Bolivia, cruzando fronteras y banderas, lo difícil empezó cuando tuvieron que enfrentarse a la selva en el Tapón del Darien, el paso entre Colombia y Panamá.
Lodo, riscos, lluvia y algunos muertos en el camino componen el panorama de la mayor parte de su travesía, “yo nunca había visto muertos así, algunos ya estaban muertos dentro de carpas, una imagen que nunca se me va a salir de la cabeza”.
El momento más álgido del viaje sucedió cuando les tocó acampar cerca de un río, el mismo que al siguiente día les arrebataría la única maleta que llevaban junto al dinero del que disponían para empezar una nueva vida en San José.
“Nos habíamos puesto lejos del río, pero de repente en la noche se escucharon gritos, -el río, el río- decían, salimos corriendo de las carpas, no se veía nada, la lluvia no paraba, como pudimos corrimos hacia una loma pero hubo gente que no escuchó porque estaba dormida. El río se los llevó, al otro día vimos a la mujer colgada de un árbol.”
Llegar a Costa Rica no fue meta superada, 20 días deambularon por las calles con la pequeña en brazos, “caminábamos todo el día, buscando trabajo, de noche esperábamos a que fuera bien tarde y nos metíamos al parque central, nos quedábamos calladitos, acostados para que nadie se diera cuenta y no nos fueran a sacar”.
Su historia finaliza con una frase de consuelo, “al menos no me violaron como a las otras”; se refería a las mujeres que son agredidas sexualmente de forma repetida, casi que a diario, frente a sus hijos y unos esposos que terminan convulsionando de la impotencia, como lamentablemente también he conocido de otras historias de venezolanos.
Yoerli Viloria