“Un líder es mejor cuando la gente apenas sabe que existe. Cuando su trabajo está hecho, su meta cumplida, dirán: lo hicimos nosotros”. Lao-Tsé
Hay un cuento que siempre me ha fascinado. El del emperador que, engañado por unos supuestos sastres, desfilaba orgulloso con un traje que solo los inteligentes podían ver. El emperador se veía desnudo frente al espejo, pero no decía nada. ¿Cómo iba a admitir que no era lo bastante inteligente para verlo? Llamó a sus ministros, buscando confirmar lo que intuía, pero nadie se atrevió a contradecirlo. El día del desfile, todo el pueblo guardó silencio… hasta que un niño gritó: “¡El emperador va desnudo!”
Si yo hubiese formado parte de su séquito, tal vez no habría esperado ese momento público. Hubiera buscado un instante a solas con él para decirle, con respeto y temblor: “Majestad, quizá no tengo una inteligencia destacada, pero yo lo veo… y lo veo desnudo”.
Ese gesto, silencioso pero valiente, es para mí el alma del liderazgo ascendente. No se trata de desafiar la autoridad, sino de cuidarla. No de ridiculizar al poder, sino de recordarle su humanidad. De nombrar, con claridad y amor al sistema, aquello que nadie más se atreve a decir.
El liderazgo ascendente no grita, no interrumpe ni busca protagonismo. A veces llega como susurro, uno que puede cambiar el rumbo de una organización entera. Atreverse a decir lo que nadie dice no sólo cuida al líder; también revela nuevos caminos para todos.
Cuando liderar no depende del cargo
Durante años creí que tener poder y liderazgo era una cuestión de jerarquía: tener cargo con nombre rimbombante, una buena oficina y tarjetas corporativas. El tiempo, la experiencia -y más de un golpe- me han enseñado que lo que realmente importa no es el lugar que ocupamos, sino cómo lo habitamos.
Liderar a aquellos sobre los que no tenemos, u ostentan más, autoridad implica compromiso profundo, deseo genuino de contribuir y valentía de decir -con respeto, consideración e integridad- lo que pensamos. Liderar no es hablar más fuerte, es generar movimiento e inspirar acción.
He conocido muchas personas sin título de jefatura que han transformado equipos enteros, simplemente porque se atrevieron a proponer ideas nuevas, a decir verdades difíciles con respeto, a construir puentes donde otros veían muros.
El liderazgo ascendente es ese que se ejerce desde las bases y los mandos medios, desde los márgenes. Se gana con presencia, responsabilidad, coraje y una visión potente y abarcadora. Y cuando ese tipo de liderazgo emerge en varios rincones de una organización, empieza a reconfigurar silenciosamente el sistema entero. Muchos de quienes hoy sostienen a sus equipos no tienen el título de líder, pero sí la mirada, la intención y el coraje de serlo.
Liderar hacia arriba
Uno de los actos más poderosos -y menos explorados- del liderazgo es aprender a influir en quienes tienen autoridad sobre nosotros. Dee Hock, creador de Visa, decía “Si quieres liderar, comienza por liderarte a ti mismo. Después aprende a liderar a los demás. Y nunca olvides que también puedes —y debes— liderar a quienes tienen autoridad sobre ti.”
Liderar en serio pasa por prepararse para influir en todas las direcciones: hacia dentro, hacia los equipos, los pares, los clientes, la comunidad… y también hacia arriba. Hacia nuestros jefes, los entes reguladores, los decisores estratégicos.
Liderar hacia arriba es un arte sutil: ofrecer perspectiva sin confrontación, apoyo sin adulación, verdad sin amenaza, soluciones sin mirada parcial.
A menudo, quienes están en la cima del poder también se sienten solos, atrapados en su rol, alejados del pulso cotidiano. El liderazgo ascendente puede ofrecerles una brújula, una forma distinta de mirar y decidir en situaciones complejas. No desde la obediencia, sino desde la colaboración consciente.
Liderar hacia arriba es también un acto de amor. Amor por el propósito compartido, por el equipo, por lo que aún es posible construir. Es actuar como artesanos del cambio, desde donde estemos. Con firmeza, sin estridencias. Con poder personal, aunque no haya poder conferido.
Y aunque muchas veces ese tipo de liderazgo no reciba títulos ni reconocimientos formales, su huella se multiplica en red en cada rincón donde alguien decide aparecer con integridad y generosidad.
¿Qué se necesita, entonces, para liderar sin estar en la cima?
Principios del liderazgo ascendente
El liderazgo ascendente no se decreta, se cultiva. Surge de la decisión personal de hacerse cargo, incluso cuando nadie lo ha pedido. Es una forma de presencia y coraje cotidiano.
A lo largo de los años he ido reconociendo ciertos principios que, una y otra vez, he visto sostener en quienes se animan a liderar desde el lugar en el que están. No son reglas, ni fórmulas. Son más bien actitudes fundamentales, disposiciones del alma que permiten influir con integridad aun sin tener la última palabra.
1. Compromiso con el propósito común. Sentirse parte de algo más grande. No es solo cumplir tareas, es mirar el todo y preguntarse: ¿cómo puedo contribuir, desde mi lugar, a la misión común? Ese compromiso genuino con el propósito colectivo es el motor silencioso que moviliza este tipo de liderazgo.
2. Claridad interior. Atención plena en el aquí y ahora para acceder a esa fuente de sabiduría interior que nos permite anclarnos a nuestra brújula interna y entender lo que nos pide la vida que hagamos en un momento determinado. La voz que nace de ahí no necesita alzar el tono: se sostiene sola.
3. Influencia sin protagonismo. El liderazgo ascendente busca impacto antes que reconocimiento Como el agua que, sin aspavientos, va moldeando la piedra. La fuerza está en la constancia, en la coherencia, en el ejemplo.
4. Pensamiento sistémico. Ver el mapa completo. Entender las dinámicas, los patrones, las causas que no siempre son visibles. No reaccionar a los síntomas, sino observar el sistema, buscar causas y actuar con perspectiva.
5. Presencia confiable. La confianza se construye. El liderazgo ascendente se apoya en la integridad: cumplir lo que se promete, cuidar los vínculos, aparecer con intención, constituirse en oferta y ser alguien en quien otros pueden apoyarse, incluso quienes ostentan más poder.
6. Coraje amoroso. Hacer las preguntas difíciles. Nombrar lo que no está funcionando, sin herir, sin destruir. Decir lo que otros callan. El liderazgo ascendente es profundamente valiente, pero nunca agresivo. Es una valentía puesta al servicio del bien mayor.
7. Mentalidad de dueño. Aparece cuando dejamos de decir “esto no me corresponde” y empezamos a preguntarnos “¿qué puedo hacer yo al respecto?”. La mentalidad de dueño no tiene que ver con poseer, sino con cuidar lo común como propio. Con actuar como si el éxito del equipo o de la organización dependiera también de mí. Quien tiene mentalidad de dueño no espera instrucciones para sumar valor. Observa, anticipa, propone. Se mueve por compromiso, no por obligación. Cultiva la excelencia aunque nadie mire. Esa forma de estar, de ver y de actuar tiene un poder transformador que muchas veces inspira más que cualquier título.
Estos principios no se aprenden en un taller, se encarnan, se viven en cada conversación, en cada silencio, en cada momento en que elegimos aparecer de manera consciente.

Lo que nos detiene
Liderar hacia arriba suena inspirador y potente, pero también puede ser incómodo, desafiante, incluso desalentador. No por falta de capacidades, sino por las barreras, tanto internas como externas, que nos reducen cuando más necesitamos ampliarnos.
He acompañado a muchas personas con mirada aguda, propuestas valiosas y enorme compromiso que, sin embargo, se quedaban al margen. No por falta de ideas, sino por obstáculos invisibles que pesan más de lo que parecen. Algunos son personales, otros culturales. Todos, legítimos. Y todos, posibles de transformar.
Miedo a opinar frente a quienes tienen mayor autoridad formal. “No quiero parecer arrogante” “¿Y si se enoja?” “¿Quién soy yo para decirle esto?” Ese temor a incomodar, a quedar expuestos o a recibir represalias, es más común de lo que imaginamos. Creemos que por no tener el cargo, nuestra voz vale menos. Muchas veces lo que falta no es permiso, sino coraje. Y el coraje no es ausencia de miedo, sino la decisión de aparecer a pesar de él.
Este miedo no es debilidad: es una herencia cultural. Fuimos entrenados para callar frente a la autoridad, para obedecer sin cuestionar. Pero hoy habitamos otros tiempos, donde el silencio también tiene un costo.
Cultura organizacional rígida. Aunque cada vez menos, algunas organizaciones aún operan bajo esquemas jerárquicos donde opinar “hacia arriba” se considera insolente. En esos contextos, el silencio es una forma de supervivencia. Se premia la obediencia, no el compromiso y la iniciativa. Incluso ahí, los liderazgos ascendentes pueden emerger. A veces con más sutileza. Otras, creando pequeñas grietas por donde colarse. No se trata de derribar estructuras, sino de ablandar el terreno con presencia, constancia y visión a largo plazo.
Falta de reconocimiento formal. Cuando no hay un título que nos legitime, podemos dudar de nuestro impacto. Esperamos ser “nombrados” para empezar a liderar. El liderazgo ascendente nace justo ahí, en la elección de contribuir más allá del rol asignado.
La autoridad no siempre se otorga, muchas veces se conquista con humildad, desde el ejemplo, desde el coraje cotidiano de actuar sin permiso.
Pensamientos que quitan poder. “No es mi responsabilidad” “Mejor que lo diga otro” “¿Para qué me voy a meter?” El lenguaje no es inocente. Este tipo de frases nos hacen sentir víctimas de las circunstancias y nos alejan de la posibilidad de ejercer liderazgo. Detrás de la dificultad para sentirnos protagonistas, muchas veces hay creencias limitantes —conscientes o inconscientes— que venimos arrastrando desde la infancia, desde lo aprendido, desde lo que alguna vez nos protegió. Cuestionarlas no es fácil, pero es un paso necesario si queremos desarrollar una voz con intención y poder personal. Reescribir esas frases desde una mentalidad de dueño es una transformación profunda: pasar del “eso no me corresponde” al “esto me importa”.
Existen otros muchos obstáculos. La invitación es a mirarlos de frente, con compasión, sin juzgarnos, y preguntarnos con honestidad ¿Qué puedo hacer, desde donde estoy, con lo que tengo, para empezar a mover algo de lo que me importa? A veces basta una voz que se atreva para que muchas otras encuentren el permiso que no sabían que estaban esperando.
Cómo se mueve un sistema sin autoridad formal
Un sistema se mueve cuando alguien decide dejar de esperar y empieza a hacer. Cuando en lugar de mirar la cima, miramos alrededor y reconocemos el terreno: quién necesita apoyo, qué decisiones podrían mejorarse, dónde está el riesgo que nadie ha visto. Y desde ahí, actuamos.
Estas son algunas estrategias que ayudan a ejercer liderazgo ascendente con inteligencia, presencia y elegancia:
Pensar estratégicamente
· Desarrollar prácticas de anticipación. Ver antes, ver más allá.
· Conocer a fondo la estrategia organizacional, y conectar las tareas propias con los objetivos mayores.
· Observar el entorno: mercado, tendencias, riesgos. Quien aporta contexto, aporta valor.
· Mapear actores clave. Entender quién influye sobre qué, y cómo podemos construir puentes donde antes había muros.
Conversar con verdad y respeto
· Mostrar inconsistencias declarativas, tensiones o contradicciones sin acusar, sino para co-crear soluciones.
· Usar la fórmula “situación – conducta – impacto”, y siempre acompañar con propuestas.
· Pedir claridad cuando hay ambigüedad en lugar de acumular frustración en silencio.
Gestionar egos, empezando por el propio
· Entender que el ego o sentido de autoimportancia del otro no es nuestro enemigo, sino una parte humana de su rol. A veces lo único que necesita es respeto.
· Aprender a no tomar como personal un gesto brusco, un mal humor, una reacción defensiva. Muchos líderes están solos, desbordados, y su forma de pedir ayuda es torpe.
· Cultivar autorregulación emocional para sostener la conversación incluso cuando el otro no está en su mejor versión.
Seducir con integridad
El liderazgo ascendente también se ejerce desde la seducción. No desde el artificio, sino desde el magnetismo de una presencia confiable, una propuesta clara y una narrativa que incluya e inspire.
Seducir es hacer deseable una visión. Es mostrar una alternativa tan genuina, tan consistente y tan humana… que otros quieran sumarse sin que se lo pidamos. Es influir desde el interés genuino por el otro, desde la belleza, desde la escucha, desde una ética de la relación.
Liderar hacia arriba es un arte. A veces basta una conversación a tiempo para evitar una mala decisión o una pregunta bien hecha para abrir una posibilidad que nadie había visto.
No siempre seremos recibidos con gratitud. A veces, lo que llega es la tensión, la resistencia o incluso la indiferencia. No siempre significa que no haya tenido impacto, cuando tocamos estructuras que llevan años endurecidas, lo primero que aparece es la incomodidad. Como cuando el agua golpea una piedra: no la parte de inmediato, pero empieza a transformarla.
Comprender que el sistema, como las personas, también reacciona antes de transformarse es un acto de madurez emocional.
Elegir no tener razón, sino tener efecto. No buscar protagonismo, sino resultado. No hablar más fuerte, sino decir justo lo necesario, en el momento exacto.
Vivimos tiempos vertiginosos, inciertos y muchas veces desbordantes. Tiempos que ya no admiten liderazgos ciegos, ni silencios funcionales. Necesitamos otra clase de líderes. No sólo en los cargos visibles, sino en cada rincón del sistema.
El liderazgo ascendente es esa forma de amor que no necesita permiso para cuidar. Esa forma de presencia que, aún sin autoridad formal, tiene el poder de mover el mundo.
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