¿Qué tan occidentales somos los latinoamericanos? Arturo Uslar Pietri respondía así a esta pregunta: “Toda la colonización fue un proceso de incorporación a los valores de Occidente. La familia, la casa, la urbanización, la relación social, la situación de la mujer y del hijo nos vinieron por la Iglesia y por las Leyes de Indias, a través de las Siete Partidas, de la herencia romana del derecho. El Concepto de la ley, del Estado, del delito, de la pena, nos vienen en derecha línea de la codificación de Justiniano. No tenemos otra base legal, ni otra concepción del hombre y de su dignidad. Es la cultura occidental con la cual nos hemos identificado en cinco siglos y no tenemos otra. Pertenecemos a ella, ciertamente, pero a nuestra manera. Tenemos una manera americana de ser occidentales” (Fantasma de Dos Mundos, Barcelona, 1979).
¿Cuál es la manera latinoamericana de ser occidentales? Uslar Pietri no lo explicaba, pero la razón es obvia. La aculturación es la esencia de nuestra identidad. Los tres componentes centrales de la misma, el ibero, el negro y el indio, se influenciaron profundamente entre sí. Sin embargo los tres no determinaron en igual medida el producto final. El íbero constituyó, como decía Uslar Pietri, el elemento dominante y ante él debieron doblegarse los otros dos. Fue él quien determinó lengua, religión, derecho y hasta tradiciones arquitectónicas, todo lo cual provenía de la herencia Romana. La cultura latinoamericana es católica-romana, escolástica y tomista. A no dudarlo tenemos un componente occidental profundo.
No obstante, somos occidentales de la periferia. La propia Península Ibérica, a decir de Carlos Fuentes, es “excéntrica” (alejada del centro) en relación a los patrones centrales de esa civilización. Ello, pues en la misma nunca arraigaron el Renacimiento y la Ilustración, como lo hicieron en Francia, Inglaterra, Italia o los Países Bajos. En virtud de la aculturación y mezcla de razas los latinoamericanos somos, sin embargo, “excéntricos” en relación a la propia Península Ibérica. Nos encontramos al interior de los muros que delimitan a la civilización occidental, pero ocupamos la zona más cercana a esos muros. En el siglo XIX, los liberales y los positivistas latinoamericanos se avergonzaron de la localización periférica de nuestro barrio y pretendieron imitar todo cuanto venía de los vecindarios más céntricos. Dicho esnobismo pesa poco hoy.
Como habitantes de la periferia disponemos de la capacidad de movernos con entera libertad al interior de los muros, pero a la vez de la posibilidad de cruzarlos y de mirar los mismos desde el exterior con mirada crítica y sorprendida. Ninguna otra región de Occidente dispone de tal capacidad. Como resultado de ello sobresalimos en el desarrollo del pensamiento lateral. No en balde el realismo mágico es nuestra marca distintiva. Creatividad, imaginación e improvisación nos distinguen.
Sobresalimos en áreas que requieren de los talentos anteriores, pero obtenemos sin embargo muy baja puntuación en sistematización, disciplina y método. De manera no sorpresiva se nos reconoce en el mundo por la literatura, la industria del cine, la industria del entretenimiento o el software. Lamentablemente, la carencia de método y disciplina ha pesado mucho.
Los tiempos que se avecinan, sin embargo, podrían potenciar nuestras virtudes y disminuir la significación de nuestras limitaciones. Los desajustes y desempleos que el salto tecnológico trae consigo, habrán de causar estragos en el mundo en fecha no lejana. Según Margie Warrel, el 40% de lo que aprenden los estudiantes universitarios resultará obsoleto en una década (“Learn, Unlearn and Relearn”, Forbes, February 3, 2014). Cathy Davison señala, a la vez, que el 65% de los niños que entraron al sistema educativo en 2011 trabajaran al graduarse en carreras que aún no han sido creadas (Now You See It, London, 2012). La educación continua se transformara por tanto en el eje central del proceso educativo. Sin embargo, la capacidad para desaprender lo aprendido representará la pieza central de esa educación.
La fijación con los paradigmas será, en efecto, la mayor limitación que se confronte. Sólo la capacidad para poder abandonar lo que hasta el día anterior lucía como sabiduría aceptada, permitirá adaptarse a la velocidad de los cambios. Como bien señalaba Warrell, antes citada, el 70% del trabajo involucrado en pintar una pared consiste en quitar la pintura vieja. Lo mismo ocurrirá con el proceso adaptativo. El método y la disciplina actuarán inevitablemente como anclas al conocimiento adquirido, dificultando la adaptación a los cambios.
Creatividad, pensamiento lateral, imaginación y capacidad de improvisación, serán los elementos más valorados en la era que se aproxima. Las características que derivan de nuestra condición de Occidentales de la periferia se adaptaran a la perfección a las exigencias de los nuevos tiempos. A no dudarlo, nuestro vecindario puede llegar a adquirir gran valor.