Nuestro país se ha vuelto contradictorio. En Venezuela vivimos las emociones mayores y las tristezas más profundas. Las rabias más intensas y las alegrías más desbordantes. Y el desaliento absoluto, que siempre desaparece ante actos sublimes y esperanzadores.
Esta mañana venía manejando por Caracas cuando vi a una señora caminando por la acera. Se veía desorientada. Llevaba sus manos unidas en actitud de rezo, estaba despeinada y desaliñada. Llevaba un pantalón amarillo de rayas negras muy usado y unos zapatos deportivos. Tenía un sombrero raído de color azul y una franela con la bandera de Venezuela.
Me conmovió. Como llevaba la bandera puesta, se me ocurrió que era como una metáfora de lo que se nos ha convertido el país: confuso, desamparado, abandonado. Desaceleré, pero los autos que venían detrás de mí me tocaron la corneta. La histeria típica de un país donde todo molesta, porque nada funciona. Seguí mi camino, pero en una redoma que encontré más adelante, me devolví. Encontré a la señora algo más arriba de donde la había visto la primera vez, aferrada a la reja de una casa. Bajé el vidrio y le pregunté si necesitaba ayuda. Se volteó muy lentamente. Pensé que tal vez tenía algún tipo de demencia y estaba perdida. Pero no. Me respondió con suavidad que no necesitaba ayuda y me dio las gracias. “Estoy caminandito por aquí”, me dijo. “¿Y después se va para su casa?”, inquirí. “Sí, voy para mi casa”. La vi tan frágil que insistí “¿está segura de que sabe para dónde va?”.
Ella me miró de frente y su actitud cambió. Ya no se veía despistada, ni confundida. “Sí, yo sé para dónde voy ¿Y tú?”
La comparación con Venezuela se me hizo más intensa y más obvia. Me sentí feliz de haberme devuelto y haber tenido aquella pequeña conversación. Porque esa Venezuela en apariencia débil, aturdida y ofuscada, sabía para dónde iba. Estaba fuerte, aunque externamente pareciera lo contrario.
Esa misma mañana supe de Doña María Navas, apureña de más de 90 años. Una mujer que ha trabajado toda su vida, que levantó con gran esfuerzo numerosos hijos al lado de su marido Don Rafael Tavera. Hijos trabajadores y decentes, como ellos. Doña María, las dos últimas décadas de su vida, ha vendido «frescos» y heladitos. Hasta hace poco se redondeaba una cantidad que le permitía darse algunos gustos. Pero ya no. No le rinde el negocio. Los ingredientes están tan caros -si es que se consiguen- que sus habituales clientes ya no los pueden pagar. Doña María no quiere sentirse inútil, quiere trabajar. Pero la situación la tiene desempleada. Se quejó por teléfono con su hija Josefina, que fue quien me relató esta historia, y antes de finalizar la llamada le dijo «pero estoy segura de que vamos a salir de esto y yo volveré a vender mis frescos y mis heladitos».
Que Doña María a sus noventa y tantos diga que vamos a salir de esto y que ella va a volver a vender sus productos, también me llena de energía positiva y esperanza. Es la Venezuela buena que se abocará a reconstruir el país con denuedo y pasión una vez que salgamos de esta pesadilla.
Eso sucederá en nuestra patria aquí estamos, como la señora, caminandito. Y como Doña María, esperandito. Con nuestra bandera tricolor, nuestra gorra raída y nuestro pantalón de rayas. Sin ingredientes para los frescos y los heladitos, pero fuertes porque sabemos para dónde vamos, porque tenemos reserva intelectual, reserva física, reserva ética. Quieren desmoralizarnos, pero no lo lograrán. El espíritu del país que se niega a morir palpita en cada uno de los ciudadanos de bien.
@cjaimesb