Antioquía (Turquía), 8 may (EFE).- Tres meses después del terremoto que arrasó gran parte del sureste de Turquía y dejó más de 50.000 muertos, las ciudades más afectadas intentan recuperar su ritmo de vida, aunque con desigual suerte.
En Nurdagi, un municipio de 40.000 habitantes en la provincia de Gaziantep, no ha quedado ningún edificio habitable, pero entre los recintos de tiendas de campaña y casas prefabricadas se respira cierta vida normal.
Hay toda una calle de negocios, desde tiendas de utensilios domésticos y fruterías a aseguradoras, una óptica y un restaurante de kebab, todos establecidos en casetas a lo largo de una calle donde ya no hay escombros.
Algo más arriba hay dos edificios bajos con fachadas de cristal que albergan un pequeño supermercado de alimentación y otro de ropa, con baldas llenas de productos y cajas registradoras… pero aquí, todo es gratis.
«Cada persona residente en el municipio recibe al mes una cantidad de puntos que puede canjear aquí para lo que necesita», explica a EFE Derya, una de las supervisoras de la tienda.
La oferta cubre las necesidades básicas, desde arroz, azúcar y conservas, a productos de higiene y de cuidado infantil, pero también hay paquetes de comida precocinada.
«Se trata de ofrecer a la gente una posibilidad de recuperar cierta normalidad psicológica, al hacer la compra diaria», explica a EFE Kübra Balli, la coordinadora local de AFAD, el servicio de emergencias estatal turco, que mantiene estos establecimientos en colaboración con la asociación de voluntariado TYP.
Los empleados de la tienda, en su mayoría mujeres, son residentes locales que reciben un sueldo que ayuda a dinamizar la economía local.
No sabe aún cuánto tiempo continuará esta iniciativa, pero Balli apunta que se reducirá gradualmente para no quitar clientes a los negocios locales que resurgen.
«De momento, todas las personas censadas en el municipio tienen derecho a estos puntos, pero pronto lo limitaremos a quienes realmente tengan necesidad», adelanta.
Muy distinto es el panorama cien kilómetros más al sur, en Antioquía, una ciudad de 400.000 habitantes que ha quedado enteramente destruida.
Aunque la retirada de escombros ha avanzado en la parte moderna, el casco antiguo, en la ribera izquierda del río Orontes, está exactamente como quedó en febrero al derrumbarse todo.
Hay algunos recintos de casetas prefabricadas en la periferia, pero la mayoría de los habitantes se ha ido a los pueblos de los alrededores o a otras provincias.
El panadero Adnan Içel ha vuelto a poner en marcha su horno de rosquillas en el casco antiguo, orgulloso de continuar con un oficio que su familia lleva ejerciendo cuatro siglos, como relata a EFE, pero prácticamente no tiene clientes.
Tiene electricidad, porque las autoridades la conectan a petición, pero aún no funciona el sistema de agua corriente.
En el histórico bazar Uzun Çarsi, toda una hilera de negocios, desde joyerías hasta talleres de electrónica y restaurantes, vuelven a funcionar durante el día, y aquí incluso hay agua gracias a un grifo comunitario conectado recientemente.
«El bazar no puede cerrar. A los tres o cuatro días del terremoto ya habíamos abierto, y aquí seguiremos, resistiendo a todo», cuenta Yunus Emre, dueño de una tienda de dulces.
Pero si bien esta callejuela parece intacta, los pisos de arriba de las tiendas están todos gravemente dañados, agrega Emre.
«Los tejados están rotos. Ayer llovió y a mi vecino, que vende teléfonos móviles, se le inundó la tienda entera», relata.
Al caer la tarde, los negocios van bajando las persianas y salen al mundo de escombros que los rodea para buscar un coche y volver a los pueblos de los alrededores donde viven.
Porque en toda Antioquía, insisten, no hay ninguna casa en condiciones de ser habitada. La antaño tan alegre ciudad, llena de restaurantes, tabernas, bodegas y pequeños hoteles, sigue siendo un fantasma.
Ilya U. Topper