Carolina Jaimes Branger
Yo crecí en un mundo ingenuo, donde la mayoría de los niños podíamos ser niños sin mayores riesgos o preocupaciones. Sé que me dirán que fui una privilegiada, y sí que lo fui, pero en el presente, ser “privilegiado” es un lujo que sólo minorías se pueden dar, sin importar estrato social o económico.
Y es que en un mundo que avanza a pasos agigantados, los niños de hoy se enfrentan a una serie de vulnerabilidades que, a menudo, los ponen en el centro de un escenario de riesgos diversos. Para entender la complejidad de su situación actual, resulta útil remontarnos a décadas pasadas y observar cómo ha evolucionado su entorno y las amenazas que les acechan.
En generaciones anteriores, los niños crecíamos en un contexto en el que las interacciones sociales se limitaban en gran medida al entorno familiar y a la comunidad inmediata. Los peligros, en su mayoría, eran palpables: el tráfico, los accidentes domésticos o la violencia física eran amenazas visibles. Sin embargo, contaban con el amparo de una red comunitaria que, en muchos casos, les brindaba protección y apoyo. Las horas al aire libre, los juegos en la calle y la simple libertad de merodear por el vecindario eran parte de su día a día.
Hoy, en contraste, los niños navegan por un mundo inundado de tecnología y globalización. A través de dispositivos móviles e Internet, tienen acceso a una cantidad de información sin precedentes, pero esta misma información puede convertirse en un arma de doble filo. Las redes sociales, que ofrecen plataformas para la socialización, también abren las puertas a peligros como el ciberacoso, la exposición a contenido inapropiado y la manipulación por parte de extraños.
La conexión virtual, aunque enriquecedora, a menudo acarrea una soledad profunda, y los niños se encuentran lidiando con presiones sociales y expectativas que podrían resultar abrumadoras. Un aspecto igualmente preocupante es la creciente exposición a una realidad a menudo distorsionada. Mientras que en décadas pasadas los niños estábamos relativamente aislados de los conflictos globales, los desastres naturales, las crisis políticas y las catástrofes humanitarias son ahora temas omnipresentes. Las noticias, siempre a un clic de distancia, pueden llevar a una percepción constante de peligro e incertidumbre, afectando su paz mental y bienestar emocional. El estrés y la ansiedad, fenómenos que antes parecían lejanos, han ganado terreno en la vida cotidiana de los más jóvenes.
La pandemia de COVID-19 ha intensificado estas vulnerabilidades, exponiendo la fragilidad de su desarrollo social y emocional. El confinamiento, las restricciones y la abrupta transición hacia la educación online han trastocado su rutina, y muchos han tenido que afrontar un aislamiento que se ha convertido en parte de su realidad. Lejos de los juegos y la interacción física, esta generación ha visto cómo sus momentos de felicidad se transforman en pantallas, disminuyendo la oportunidad de forjar amistades auténticas. Ya incluso en los colegios o en sus casas, los muchachos no juegan entre ellos: sólo ven sus celulares.
Sin embargo, no todo es desolador. La conciencia colectiva sobre la salud mental y el bienestar infantil ha crecido en las últimas décadas. Hoy en día, existe una mayor apertura para defender sus derechos, proporcionando herramientas y recursos que antes carecían. Las instituciones escolares y las comunidades están impulsando iniciativas para ofrecer un espacio seguro para sus emociones, y se trabaja en la promoción de la resiliencia y la educación emocional como parte fundamental de su desarrollo.
Es evidente que, aunque los desafíos han cambiado, la vulnerabilidad infantil persiste. Enfrentamos el reto no solo de comprender el entorno en el que crecen nuestros niños, sino también de adoptar un enfoque activo para protegerlos y empoderarlos en esta nueva era. En definitiva, la conjunción de la tecnología y el cambio social exige una respuesta adaptativa que permita a los niños de hoy convertirse en adultos resilientes y comprometidos con su futuro.
Por lo tanto, la pregunta que debemos plantearnos no es solo sobre los peligros que enfrentan, sino sobre cómo, colectivamente, podemos contribuir a forjar un entorno donde puedan crecer seguros, felices y plenos, equilibrando lo mejor de ambos mundos: el de la era moderna y el de generaciones pasadas.
@cjaimesb
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