La universidad del delito Por Nelson Santini Calderón

 

 

Cuando en Venezuela una persona cualquiera es detenida, a partir de ese momento se inician las circunstancias que propiciarán que él se haga un delincuente de talla mayor.  Con frecuencia, al ser detenido, cae en un estado de indefensión total, en el que es vejado y maltratado por los efectivos policiales, no siendo raro que también le siembren falsas evidencias. Ese sujeto, culpable o inocente, es conducido a una comisaría policial, para posteriormente ser encerrado en un lugar infernal, conocido con el nombre de centro  de detención preventiva (retén policial). Muchos de estos centros son tan inhumanos, que la imaginación del hombre no alcanza a concebir algo peor. En ellos la persona no sólo pierde todos sus derechos, sino también su individualidad, su sí mismo, para convertirse en un elemento más del montón, en donde todos están condenados a coexistir en condiciones terribles. Por otra parte, el proceso judicial es sumamente lento y, mientras llega la audiencia de presentación que decidirá su suerte, puede pasar mucho más tiempo del legalmente estipulado. Cuando por fin, ese sujeto es trasladado a un centro de reclusión formal -en donde esperará que se realice el juicio penal-  no es a un centro de reclusión conforme indican las leyes a donde es llevado, sino que, en el mejor de los casos, es a una institución que le dará un trato un poco más humano, que lo ayudará a sentirse nuevamente un individuo y, además, con ciertos derechos. Pero, al igual que el anterior, es un ambiente extremadamente hacinado, corrompido, peligroso e insalubre, en donde impera la violencia y la ley del más fuerte. Es tan cruel e inhumano, que el individuo puede llegar a perder los vestigios de autoestima que le quedaban y, en consecuencia volverse  vulnerable e  influenciable a las sugestiones de los demás, lo que es aprovechada  por los individuos más perversos y experimentados para ejercer su influencia maligna sobre los emocionalmente más vulnerables, generalmente, aquellos que están poco comprometidos con el delito, o los que están allí por motivos puramente circunstanciales, de los cuales, muchos de ellos no deberían estar en ese sitio, sino amparados por medidas cautelares. En una cárcel, la población penal constituye una cultura aparte, una subcultura, que se rige por sus propias normas, valores y pautas de comportamiento que todos  están obligados a  acatar, de lo contrario serán severamente castigados por el grupo dominante. Estas condiciones facilitan la emergencia de líderes negativos, llamados pranes, especie de dictadores muy crueles, que ejercerán, en función de sus propios intereses, un dominio absoluto y tiránico sobre el colectivo, que no tiene otra alternativa que la de estar allí, sometido sin desearlo, a ese cautiverio. En un centro penitenciario todo parece conspirar en contra del proceso de rehabilitación de los privados de libertad. En esos centros, el individuo, no sólo interioriza odios y resentimientos contra la sociedad, sino que también, y es lo peor, incorpora valores negativos, conductas disóciales y modelos de identificación altamente perjudiciales. Y, debido al predominio de condiciones socio-ambientales altamente criminógenas y a la influencia que ejercen unos sobre otros, a muchos se les presentan oportunidades favorables para hacerse competentes en la modalidad delictiva de su elección.

Pero, por otra parte, ocurre que muchos internos ganan la libertad con intenciones de reivindicarse socialmente, para luego enfrentarse a un medio social que los estigmatiza, rechaza y cierra todas las puertas, por lo que, para poder sobrevivir,  se ven forzados a recaer en el delito. Al volver a la cárcel se perfeccionarán en sus técnicas delictivas y se incrementará notablemente su capacidad criminal.

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