Santa Cruz de Tenerife (España), 22 may (EFE).- A las dos de la tarde los sepultureros sellan la última tumba. Ninguna tiene nombre y nadie dice adiós a los difuntos, ellos son los que no lo lograron, los inmigrantes que pagaron con la vida el querer encontrar un futuro mejor cuando trataban de llegar a España, a Europa.
Quince de los 24 inmigrantes que fueron localizados muertos el pasado 26 de abril en una embarcación precaria a 500 kilómetros de la isla atlántica canaria de El Hierro fueron enterrados este sábado en el cementerio de Santa Lastenia, en la ciudad insular de Santa Cruz de Tenerife.
Una lápida de granito virgen oculta los nichos de madera. Sobre cada uno de los féretros descansa un trozo de papel blanco, pegado con cinta adhesiva, con un número de identificación escrito a mano.
De esta manera, sus vidas han quedado reducidas a cinco dígitos y tres letras. Es el último retazo de identidad que les queda.
Llevaban 22 días a la deriva después de partir del continente africano y fallecieron poco a poco de hambre y de sed, pero nadie sabe quiénes son, si tienen familia, hijos o amigos que los lloren, que los velen, que no los olviden.
SUEÑOS ANÓNIMOS, SUEÑOS ROTOS
A las diez de la mañana llegan los tres primeros coches fúnebres procedentes del Instituto de Medicina Legal de Santa Cruz, en la isla española de Tenerife. El servicio funerario no dispone de más vehículos, así que los cuerpos van entrando de tres en tres, en intervalos de una hora.
Cuatro sepultureros vestidos con monos blancos se encargan de recibir a los cadáveres de quince personas que partieron de Mauritania el pasado 5 de abril junto a otras 42, y ponen punto y final a su viaje a Europa.
Desde fuera, la escena se torna fría, mecánica. Los tres entierros se realizan de forma simultánea, y la operación apenas dura unos pocos minutos.
Una vez que se han ido los vehículos, el cementerio vuelve a recuperar el silencio, y los trabajadores aguardan refugiados bajo la sombra de los espesos arbustos a los siguientes tres cadáveres.
Apenas media hora después de los primeros sepelios, aparece una joven con una quincena de rosas blancas.
La mujer entra en silencio, con paso lento y deposita el pequeño ramo junto a la corona de Cruz Roja. No quiere hablar, lo deja claro, pero se queda a acompañar a los difuntos en su último adiós.
No mucho después aparece un segundo particular. El hombre pide al operador que le deje realizar un breve rezo fúnebre de despedida. «Las creencias hay que respetarlas», mantiene; y el hombre, visiblemente aliviado, se detiene frente a cada una de las tumbas.
Los quince cadáveres han sido enterrados en un nuevo bloque de nichos, casi a ras del suelo, en la parte más elevada del camposanto, mientras que los nueve restantes fueron sepultados el viernes en el cementerio de San Francisco de Igueste, en Candelaria (Tenerife).
A la una de la tarde, cuando el sol comienza a ponerse insoportable, llega una última visita: la del presidente de la asociación de malienses de Tenerife y la de un miembro de la agrupación.
Los dos jóvenes, que apenas alcanzan los treinta años, también han venido a despedirse, afectados, y rezar una oración «para que Dios los bendiga allá donde estén».
Una hora más tarde regresan los tres coches fúnebres con los últimos tres cuerpos. Una vez sepultados, uno de los trabajadores decide abrir el ramo de rosas blancas, que aún descansa junto a la corona de Cruz Roja, y colocar una flor en cada tumba.
Son quince nichos sin nombre, que conforman una hilera de sueños rotos, porque ellos, como tantos otros, no lo lograron.
La ruta migratoria atlántica entre el continente africano y las islas atlánticas españolas de Canarias ha dejado este año más de 90 muertos, según datos de agencias de Naciones Unidas; y unos 850 el año pasado, cuando llegaron 23.000 personas de manera irregular debido a la grave crisis socioeconómica causada por la covid, entre otros motivos.