¡Boconó es mi Ítaca! Siempre he dicho que Boconó es mi Ítaca, el lugar de mi infancia, de mis raíces; de mis tradiciones, y todo cuanto heredé y aprendí de mis mayores. Es al lugar al que añoro retornar algún día…
De ese Boconó que ha marcado mi existencia, siempre vienen a mi memoria la alegría y la ilusión con que esperábamos el mes de diciembre. El mundo cambiaba a partir de la primera semana decembrina cuando solo se hablaba de pesebres y aguinaldos. El clima se hacía sentir cada vez más frío. Las montañas y los páramos mostraban sus verdes y azules más intensos, mientras se envolvían en sus mantos de neblina.
En el colegio de las monjas dominicas todas las niñas y las muchachas comenzábamos a jugar las apuestas de aguinaldos; además, era casi una obligación el salir a pasear en las noches por los alrededores de la iglesia y la plaza -ya que en sus calles quedaban los comercios principales- para mirar las exhibiciones de ropa, zapatos, juguetes, adornos, y todo lo que era deseable para los estrenos del 24 y el 31. Asimismo, en las distintas vecindades se organizaban los músicos y las voces que integrarían los conjuntos para cantar gaitas y villancicos. Así como también los integrantes de las patinatas.
Nadie se molestaba cuando las campanas de la iglesia comenzaban a repicar a las 4 de la madrugada para convocar a los feligreses a las misas de aguinaldo que se celebraban a partir del 16, fecha en que tenían que estar listos todos los pesebres del pueblo, ya que su preparación comenzaba en los primeros días del mes.
Recuerdo que todo el mundo estaba pendiente de las novedades que habían llegado a la “Casa Rojas”, pues era donde vendían los nacimientos tanto españoles como nacionales, los adornitos, plantas eléctricas; en fin, todo lo necesario para los pesebres. Y también todo lo que llenaba de ilusión nuestra infancia: los juguetes que pediríamos al Niño Jesús y los Reyes Magos.
En casa de mis mayores el pesebre ocupaba un espacio grande de la sala. Los cerros y montañas los hacían con el papel de los sacos de harina, cemento, azúcar, y con los costales de café. Todo se iba recolectando durante el año y los que se conservaban en mejor estado se guardaban para el próximo. Se coloreaban con pintura en polvo y engrudo. Predominaban los tonos verdes, rojos, marrones, y al final se rociaban con escarcha de los mismos colores. El cielo lo hacían con liencillo que pintaban de azul celeste y le adornaban con nubes de algodón. Y entre nube y nube dibujaban unos angelitos que portaban una enorme pancarta blanca con letras doradas: “Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad”.
Las lagunas se hacían con espejos o con poncheritas forradas en papel de aluminio y llenas de agua; dentro se les colocaban pececitos, paticos, garcitas y alrededor se adornaban con mucho musgo y barbas de sensén. El papel celofán transparente se transformaba por arte de magia en cascadas, riachuelos y quebradas. Las carreteras y caminos eran de arcilla, arena y piedritas pintadas de verde. Los poblados, con muchísimas casitas, se alumbraban con los bombillitos de las plantas. Era un mundo de muñequitos, pastores y ángeles, carritos y motocicleticas, burritos y vaquitas, gaticos y perritos, tigritos y ositos; camellitos y muchas, muchísimas ovejitas.
Un pleito singular fue el de mi prima Angélica con su esposo cuando él se apareció con unos angelitos de anime –artesanía campesina- que había comprado en el mercado. Ella, disgustadísima, los rechazó y le reclamó: <<¿Cómo se le ocurrió traerme esos horrendísimos angelorum? Yo no los voy a poner en mi pesebre. Lo único que le pedí fue que me trajera uno de esos tan boniticos de porcelana que venden en la “Casa Rojas”.
¡Y mire lo que me trajo!>>.
También era muy emocionante el preparar los almácigos. Era una maravilla el ver el proceso de geminación, ya que de unos granitos de caraotas, arvejas, trigo o maíz crecían poco a poco unas maticas, y para la fecha en que se hacía el pesebre ya se habían desarrollado y transformado en los conuquitos del Niño Dios.
Creo que los momentos más felices de mi infancia ocurrían cuando redactaba las cartas al Niño Jesús y a los Reyes Magos. Eran líneas escritas con mucho amor e inocencia, muy cuidadosamente y con el diccionario en la mano, pues me daba terror que leyeran faltas ortográficas. ¡Y entonces no me trajeran nada…! Les contaba lo bien que me había portado, que no era desobediente ni desaplicada. Y luego les hacía las peticiones de todo lo que deseaba y que había visto en las famosas exhibiciones de la “Casa Rojas”. Luego colocaba las carticas dentro de sus sobrecitos en el pesebre, cerca de la gruta donde se hallaba la Sagrada Familia.
El mundo se iluminaba, la estrella de Belén brillaba como el sol, cuando mis tías Juanita, Josefa y Filomena (las hermanas de mamá) me despertaban a medianoche para que fuera a ver lo que me habían traído el Niño o los Reyes. Creo que el corazón se me desbocaba en el trayecto de la habitación a la sala, y no podía contener la enorme alegría cuando veía los paquetes envueltos en papel y cintas de regalo. Jamás he olvidado mi enorme caja de creyones Prismacolor, que se abría en un tríptico para mostrarme un insólito arco iris de 72 colores. ¿Cómo olvidar mi primera pluma Parker de laca gris o mis zapatos Oxford blanco y rojo?
Boconó era famoso por la belleza y grandiosidad de sus pesebres. Todas las noches, entre las siete y las nueve, se acostumbraba a visitar los pesebres más vistosos en las casas de las señoritas Amelia y María Elisa Pardi, la señorita Hebe Rosa González, doña Carmen Iturrieta de Pino, doña Lourdes Dubuc de Isea, entre otras; así como también los de la Iglesia Matriz de San Alejo, el colegio “Nuestra Señora de Fátima” y El Ateneo de Boconó.
Mas hoy en día ese Boconó que yo viví no volverá. Comprendí tan nefasta realidad cuando al llamar por teléfono para saludar y felicitar por Navidad y Año Nuevo a una familia conocida, le pregunté a una jovencita de diecisiete años cómo les había quedado el pesebre, y su respuesta fue: “Nosotros no tenemos esa tradición”. Respuesta que coincide con ese vergonzoso y desatinado documento interno de la Unión Europea que propugnaba el uso de un lenguaje políticamente correcto, inclusivo y no discriminatorio, y entre las recomendaciones estaba la de felicitar “las fiestas y no la Navidad» o evitar referencias a «Jesús, María o José».
Así, con dolor y consternación he comprobado que no solo vamos al despeñadero de Occidente o La decadencia de Occidente, como le llamó Oswald Spengler, sino que el camino de retorno a mi Ítaca está plagado de los cíclopes, lotófagos, cícones, cantos de sirena, Escilas y Caribdis, y descenso a los infiernos de la barbarie y la ignorancia en que nos han sumido estos 24 años de socialismo del siglo XXI, que hasta han atentado contra una de las más hermosas y arraigadas tradiciones de la comarca de mis sueños: la magia de la Navidad y los pesebres del Boconó de mi infancia.
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