En las luchas políticas, como en toda lucha o enfrentamiento incluyendo los deportivos, quienes se enfrentan buscan la derrota del contrario, lo cual es lógico y más que evidente y no puede ser de otra forma. Es decir, no hay ninguna lucha en la que uno de los contendientes tenga como propósito el triunfo del contrario. Cuando esto ocurre se trata de un infiltrado de uno de los bandos en el interior del otro, es decir, es simplemente un engaño que no desvirtúa entonces la afirmación efectuada. En los deportes se ve a veces que uno de los individuos o equipos contrincantes actúa para que su adversario gane, pero esto sucede generalmente porque existe un incentivo mayor que el que supone el triunfo, incentivo que casi siempre es de carácter pecuniario o de chantaje por efecto de alguna amenaza.
Lo dicho no significa que no pueda haber defecciones en alguno de los bandos como producto del enfrentamiento en curso. Un jugador de un equipo deportivo puede no compartir la forma en que su grupo es dirigido, o tener muchas diferencias con algunos de sus compañeros, lo que lo lleva a dejar de esforzarse, retirarse y hasta actuar contra su propio equipo. En este último caso se habla de traiciones. En aquellos certámenes deportivos en los que los adversarios luchan físicamente y por tanto se ocasionan daños físicos, como el boxeo, la lucha olímpica y las artes marciales en general, se admite la figura de la rendición y el abandono del combate como fórmulas de proteger a los contendientes. En estos casos, el árbitro tiene también la potestad de suspender la contienda cuando uno de los enfrentados está en peligro.
La lucha política, por su parte, casi tan vieja como las contiendas deportivas, ha llegado a incluir todas las situaciones señaladas, como consecuencia del desarrollo de la civilización. Hoy existen reglas y fórmulas de arbitraje dirigidas a evitar daños irreparables de los contrincantes y del escenario donde se desenvuelve la confrontación. En los eventos deportivos, el enfrentamiento no destruye las instalaciones donde éstos se llevan a cabo, sólo producen el natural desgaste por su uso. En la lucha política, el escenario geográfico son los países, los cuales pueden verse destruidos en mayor o menor grado por la intensidad de los enfrentamientos que se den en su espacio. Daños a la economía, a la infraestructura productiva y de servicios, a las vías de comunicación y a las viviendas de los particulares.
Estos daños nacionales son mucho mayores y más dramáticos desde el punto de vista humano, cuando se involucran en los combates internos fuerzas externas de distinto tipo. Países enteros con decenas de millones de habitantes han sido casi totalmente diezmados, por enfrentamientos políticos internos que derivaron en intervenciones militares extranjeras de algún tipo, masivas en ciertos casos, puntuales en otros. La guerra civil española y la guerra de Vietnam son paradigmas de estos lamentables conflictos. Como también lo son las situaciones que viven hoy países como Siria, Irak, el Líbano y muchas naciones africanas y latinoamericanas.
Pero en los casos que no han alcanzado ese fatal grado de beligerancia se impone acudir al árbitro, que en éste y todos los casos siempre está por encima de los enfrentados: el pueblo soberano, que debe civilizadamente decidir por mayoría. El gobierno venezolano debe fijarse en lo sucedido en Bolivia, no porque tengan la razón los fascistas que masacran hoy a quienes se les opongan, sino porque la soga que sostiene los procesos no puede tensarse tanto que se reviente y el caos nos arrastre a todos. La oposición guaidoísta debe fijarse en Chile, donde la violencia destructiva opaca los acuerdos políticos y puede también reventar la soga y arrastrarlos a todos. Si bien en la política las cosas se deciden en función de la fuerza y no de la razón, ésta no puede y no debe estar ausente.
Cuando las fuerzas no son capaces de decidir y lograr la estabilidad, se deben pactar acuerdos que impidan la destrucción nacional. El árbitro popular los refrendaría con su voto mayoritario.