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LA SANGRE QUE ARDE Y PALPITA | Por: Pedro Javier Fernándes Rodríguez

por Redacción Web
05/10/2025
Reading Time: 4 mins read
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Por: Pedro Javier Fernándes Rodríguez

 

Don Mario Briceño Iragorry para la memoria ingenua de una generación que no conoció su lucha.

“La lucha me ha recompensado con saciedad: viejo, enfermo, golpeado e irrespetado por mis enemigos, siento, sin embargo, la alegría de comprobar que mi sangre arde y palpita con el tono y el fuego de una voluntad dispuesta a nuevos sacrificios”.  MBI

 

A propósito de la invitación que me hicieron los profesores Oswaldo Linares y Libertad León a formar parte de la cátedra libre “Mario Briceño Iragorry”, quise reflexionar sobre la figura de este insigne venezolano un tanto olvidado por mi generación. Para esta, mi generación, cuya realidad ha estado marcada en primer lugar por la erosión progresiva del bienestar rentista, y luego por el colapso de las infraestructuras y la diáspora masiva que impuso la llamada revolución bolivariana, la figura de Mario Briceño Iragorry (1897-1958) suele aparecer encapsulada en una fría nomenclatura urbana, o como un mero epíteto de la historiografía criolla. Se nos ha presentado solo un retrato incompleto, a menudo reducido a la imagen del prohombre ilustre o el trujillano ejemplar.

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El desafío para esta generación —la que heredó el fracaso que Briceño Iragorry predijo— no es solo leer su obra, sino desenterrar al hombre complejo que, desde la primera mitad del siglo XX, realizó un diagnóstico preciso de la patología nacional cuando el país apenas comenzaba a embriagarse con la riqueza fácil del petróleo. El Briceño Iragorry que nuestra generación necesita conocer es el moralista incómodo, el profeta que vio la comodidad como un veneno cultural, y cuyo diagnóstico es la clave ineludible para entender el presente y trazar un camino hacia la «república necesaria».

Mario Briceño Iragorry nació en Trujillo, estado Trujillo, el 15 de septiembre de 1897.  Algo clave en su forma de ver el mundo ya que su formación no se gestó en el centro convulso del poder, sino en la provincia víctima de un centralismo del cual no nos hemos curado. Estudió la primaria en su pueblo natal y el bachillerato en Valera, se vino a Mérida en 1918 para seguir estudios de derecho en la Universidad de Los Andes, graduándose de abogado en 1920.

Sin duda esta formación andina le proporcionó la visión crítica necesaria para cuestionar el centralismo y la modernización superficial de Caracas. A pesar de su vocación intelectual, sirvió al país en importantes cargos, llegando a ser presidente del Congreso en 1945. El momento cumbre de su autoridad moral fue su ruptura con la dictadura militar, cuando Marcos Pérez Jiménez burló fraudulentamente las elecciones de 1952, Don Mario se opuso y esta coherencia ética lo condujo al exilio, al igual que miles de venezolanos que hoy reviven este mal de la historia como un macabro déjà vu después del 28 de Julio de 2024. Su compromiso quedó plasmado en la advertencia de que la lucha le había recompensado con la alegría de saber que su «sangre arde y palpita» con la causa nacional, y con esa fuerza regresó del exilio tras la caída de Pérez Jiménez, pero falleció pocos meses después, en abril de 1958, justo antes de que se consolidara la democracia rentista que su crítica había intentado evitar.

Hoy, el pensamiento de Mario Briceño Iragorry, que se centró en la defensa de una identidad robusta, nos recuerda una forma de ver el país y su futuro al cual nos invita a defender con un nacionalismo nada simplista; su crítica al peligroso régimen de Pérez Jiménez fue tan incisiva que, en un acto de valentía, caracterizó al Estado venezolano con adjetivos que se podían usar ampliamente para describir a los regímenes fascistas que estudió en su juventud.

Pero más allá de criticar a la férrea dictadura, Don Mario se empeñó en labrar caminos alternativos para la reconstrucción del país. Entre 1932 y 1958, Don Mario se empeñó en regentar una cátedra de libre y constante pensamiento para instruir al país. Su insistencia se debía a su terrible advertencia: la “comodidad petrolera que estimula la amnesia histórica» y forja los «apetitos subalternos». El gran peligro, advertía, era que «se podía poner en venta a Venezuela» y, para evitarlo, exigía que a los nuevos venezolanos «les doliera la patria», recordando el esfuerzo de las generaciones pasadas.

Su labor como historiador fue también de vital importancia, fue un acto de defensa ideológica. Argumentó que la República no fue una ruptura radical, sino una «continuación de la Colonia» que «engendró la misma revolución de Independencia». Su objetivo, al revalorizar la herencia hispánica y colonial, era reconstituir la integridad histórica de la nación, entendiendo que el estudio del pasado es el aliento para lo útil del presente. Su crítica política y social se nutrió de un profundo humanismo trascendente, siendo la catalogado por varios autores como la figura más resaltante del pensamiento católico venezolano.

Hoy, quienes vivimos las consecuencias de la mayor crisis que ha vivido Venezuela en su historia contemporánea, podemos ver en nuestra cotidianidad que la realidad no ha invalidado las advertencias de Briceño Iragorry, mas bien las ha confirmado con una precisión que resulta hasta dolorosa. Esa amnesia que predijo condujo a la nación a la dependencia extrema, pero en su patriotismo aleccionador, los que creemos que la soberanía requiere la reconstrucción de la dignidad de lo propio, podemos encontrar una hoja de ruta.  Su mensaje, que no tuvo grandes audiencias en la Venezuela de la euforia rentista, que pensaba que tal tragedia nunca iba a ocurrir, emerge hoy con todo su poderío, urgiendo a esta generación que la vive y la sufre y que está llamada a lograr la “nación posible” y la “república necesaria”. Para nuestra generación, esto significa que la resistencia no puede ser solo política, sino fundamentalmente ética. El legado de Don Mario Briceño Iragorry nos demostraría que la batalla contra una dictadura más prolongada y destructiva que la de Pérez Jiménez exige una coherencia inquebrantable que rechace cualquier forma de complicidad o la tentación de los «apetitos subalternos» que se alimentan de la miseria y buscan cohabitar con el sistema. La base de la lucha debe ser una columna basáltica de principios, no negociables, no comerciables.

 

Tags: Mario Briceño IragorrySentido de Historia

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