A lo largo del siglo XX casi todas las fuerzas políticas tuvieron su oportunidad en Venezuela. Aunque agazapada en el pensamiento de nuestros dirigentes, a una tendencia ideológica se le había negado el acceso franco al poder: al marxismo.
Cuando una sociedad es tan absolutamente dependiente de un producto, como lo somos nosotros del petróleo, su destino se ve amarrado al de ese producto. Por problemas vinculados a los mercados petroleros, en 1997 los precios del petróleo se desmoronaron y cayó la cesta venezolana hasta 7 dólares el barril. El impacto en nuestra política fue formidable. 40 años de democracia quedaron en entredicho.
En medio de aquel terremoto, la historia optó por brindarle una oportunidad al marxismo. A finales de 1998 llega al poder, disfrazado de tercera vía, tocado con gorra militar y altamente populista. Surfea sobre una larga ola de bonanza petrolera sin precedentes. Aquel inesperado maná petrolero hace creer a los más ingenuos que por fin se estaba logrando una etapa de justicia social. Pero el gobernante no se interesó por establecer las condiciones de un desarrollo socioeconómico sustentable. Su interés se centraba en lograr para siempre el control político. El dogmatismo de quienes habían accedido al poder, armados con lo que creían un infalible evangelio marxista, les hizo imaginar que podrían instaurar una revolución que duraría indefinidamente.
Pero no, la revolución se transformó en uno de los experimentos políticos más fallidos que conoce la historia. Todo basaba en dádivas y en una etapa de ingresos petroleros extraordinarios, sin entender que por definición estos son tan volátiles como el favoritismo popular.
A pesar de que ellos creyeron que subiría para siempre, el petróleo se desplomó. Peor aún, la producción petrolera se vino a pique en medio de una estrepitosa destrucción de Pdvsa, una pavorosa caída del PIB y el estallido de una hiperinflación sin precedentes provocada por políticas públicas aberrantes. El sufrimiento de la gente es conmovedor.
Esto marca el ocaso de la revolución. Sin aquellos ingresos petroleros extraordinarios ni aquel líder mesiánico, sin legitimidad, ese fenómeno político ya no tiene bases de sustentación. La vía de la fuerza, embarrada en corrupción, no sería suficiente para sostenerla.
Esa revolución fue la última esperanza de quienes desde la desintegración de la URSS aguardaban la resurrección de su credo. Las ideas del socialismo del siglo XXI ya han sido descartadas por incompetentes. Tal como ocurre con la teoría de la evolución de las especies de Darwin, la historia es implacable con las especies políticas que fracasan. El fantasma del comunismo al cual se refería Marx en su famoso Manifiesto ha venido a naufragar en las costas venezolanas. El ansiado “hombre nuevo” del marxismo terminó dependiendo de una bolsa Clap.
Una forma de pensar está siendo triturada por la historia y entre sus seguidores no encuentran más explicación que las culpas que le achacan al imperio. Incapaces de asumir su fracaso ven o inventan espectros en todas partes: guerras económicas, confabulaciones internacionales, conspiraciones, etc.
La crisis económica, política y social del país es hechura de la revolución, de nadie más. Quienes piensan que la revolución ya se ha entronizado en el imaginario venezolano y que logrará imponerse, a como dé lugar, recurriendo para ello a lo que sea, ignoran quizá los vericuetos a los que la historia siempre recurre cuando llega la hora de enmendar sus errores.
Habrá que reconstruir a Venezuela. Tendremos que crear una nueva economía menos dependiente del petróleo o al menos más capaz de aprovechar con racionalidad la riqueza petrolera. Una economía más productiva, diversificada, con seguridad jurídica, respeto a la propiedad privada, menos controles, subsidios a los más pobres, privatizaciones, flexibilidad laboral, equilibrio de los poderes, menos estatismo, abierta a las inversiones, justicia social, prioridad a los valores y énfasis en la educación.
La revolución tuvo su oportunidad. En dos décadas la destruyó. Solo falta por definir la forma que habrá de adoptar la transición. Ese es otro tema.