La Puerta en la mirada de don Mario / Por Oswaldo Manrique

Sentido de Historia

 

 

Este año se cumplen 125 años del natalicio del maestro Mario Briceño Iragorry, quien aún, nos sigue enseñando. Muchos de ellos, son de cercanía, de regocijo gentilicio, de expresión intelectual y cultural andina, y de decencia y dignidad. Estamos en turno propicio para reencontrarnos en la valoración de las líneas gruesas y permanentes de lo que somos como entidad, algo que pudiésemos llamar lo positivo y auténtico trujillano. Al hacerlo, sin duda, Briceño Iragorry tiene mucho que decir y que aportar. Su vasta obra, aún por leer la mayor parte y comprender serenamente, en su debida amplitud, así lo confirma.

Cómo se quiere a un

pueblo como La Puerta

 

Confieso que, una deferencia geográfica particular de don Mario, me hizo cambiar el enfoque que tenía sobre mi localidad de vida: La Puerta, sobre su historia, espacio, cultura, espiritualidad, costumbres y su gente. En su único “retablo novelado”, la privilegió y describe, incitando al lector, a pensar en su gran sentimiento y afecto hacia ella, en una gran enseñanza, esto es, cómo se siente y se quiere a un pueblo, de forma desprendida y hasta poética, cuando rememoró a La Puerta de comienzos del siglo XX, en su novela Los Ribera, publicada en 1957, que invito a todos a releer. En ella, detalló a dicha comarca rural con esta hermosa prosa:

«Un camino que conduce a La Puerta a través del estrecho y delicioso valle… Enfrascados los viajeros en el interesante tema de la política, no se dieron cuenta de la vía ni de los dorados trigales del contorno, hasta que llegaron al delicioso sitio de “El Pozo”, ya despejado de la niebla mañanera y en cambio alumbrado por un sol esplendoroso que daba mayor nitidez a los lirios inmensos y vueltos hacia el suelo, pendiente de las frondosas matas de floripón ahiladas a la vera del camino»  (Briceño-Iragorry, Mario. Los Ribera. Obras Completas. Vol. 12. Págs. 64 a 92. Congreso de la República. Caracas. 1988). Solo un conocedor y amante de la estética, la belleza y el paisaje, lo pudo hacer de este modo, enseñando a interpretar nuestro viaje «sobre nubes tornadizas», que es como decir, «viajar a través de caminos nuevos».

La Puerta, para ese tiempo era insignificante, inclusive para los viajeros y visitantes. El camino que conducía a La Puerta desde Mérida, en bestias, tocaba pasar Timotes, La Mucutí, El Portachuelo, La Lagunita, Quebrada Seca, que eran las posesiones y grandes trigales  del coronel Sandalio Ruz y su familia, y de los hermanos Burelli García, para luego llegar a la finca “El Pozo”, cercana a lo que hoy, es la zona urbana de La Puerta, y en la secuencia anotó: «Los viajeros se detuvieron en la más grande casa del lugar. En realidad, las casas del pintoresco vecindario no pasaban de cuatro, la de Don Natividad, la de la niña Clarisa, la de Doña Resurrección, la de Don Claudio. La mejor, la más grande, la de mayores recursos era la de Don Natividad». No existía la actual carretera, solo la vía ancestral intermontana de la Cordillera de La Culata.

Con seguridad, el conocimiento que tuvo de La Puerta, este destacado ensayista, lo percibió directamente, en su fase de estudiante universitario, en 1916, cuando tuvo que recorrer en caballo o en bestia, el único camino de Valera a Mérida, que es justamente el que describió en su novela, pero además, él mismo perteneció a ese tiempo histórico andino.

Al escrutar que había pocas casas, nos ilustra aquel ambiente criollo, narrando que se apearon en la más grande y bonita, los atendió su dueño Don Natividad Sulbarán, personaje a quien describió, que, «lucía su ruana azul y su ancho sombrero pelo de guama»; éste, Sulbarán, además de hacendado, era primera autoridad del Municipio y los invitó a desayunar, «sobre sencillos manteles, con un reconfortante desayuno, en el cual les fueron servidos los típicos platos de la tierra fría» (Ídem). Don Natividad existió y dejó una extensa descendencia; la finca también existe. Briceño Iragorry, perfiló así la amabilidad de la gente, y el gusto de ver y tener la visita de esporádicos visitantes, de seres de otros lugares, así fuesen de Mérida y del mismo Trujillo.

Al recordar su viaje, «continuaron entre sembradíos de trigo y maíz, el camino del estrecho y delicioso valle de La Puerta», hizo referencia al poblado urbano, «La pequeña población se ha mantenido pese a su antigua data en escaso desarrollo» (Ídem); por supuesto, no se refiere al despojo de tierras de 1891, que  hicieron a los indígenas, la demolición de sus viviendas y su desalojo, el desmantelamiento estructural de la Comunidad Indígena Bomboy y de sus valores intangibles, quedando este sitio, en poder de hacendados y gamonales.

Describe don Mario, como si de un video de turismo se tratara, lo siguiente: «Las casas son sencillas, las aceras están a medio hacer, la iglesia es pobre, la plaza es solo un solar abierto, sembrado de menuda hierba» (Ídem); en efecto, lo que se conocía como plaza real, luego plaza principal y finalmente Bolívar, era eso, un gran cuadrado de tierra con alguna hierba menuda, y era totalmente inclinada, con una acequia en uno de sus costados.

Su percepción sobre la gente es la siguiente: «Sus vecinos son buena gente agricultora, que vive de la molienda del trigo, de la fabricación del queso y de la saca de panela»; verdaderamente, eran inmensos trigales, que arrimaban al molino de la Calle 3, de los hermanos Burelli García o el Molino Mimbón de los Briceño; también, lucían extensos cañaverales e ingenios, varios trapiches que destacaban en las diferentes haciendas, como la de Isaías Ramírez, Hilarión Gutiérrez, Ciriaco Labastida y la de Raimundo Rivero, con alambiques que sacaban productos y bebidas alcohólicas; existía mucha cría de ganado vacuno y ovino para la elaboración de quesos, cuajadas, sueros y otros  alimentos, particularmente en las ciénagas y riveras del río Bomboy, y en las tierras reservadas para el desarrollo urbano del municipio, que fueron también despojadas; era una auténtica comarca rural.

La Puerta está obligada a filosofar

y pensar en la muerte

 

Es interesante la valoración de Briceño Iragorry sobre un tema fundamental en su obra, la educación y religión de los pueblos, escribió: «Apenas había una escuela primaria y el Cura poco cuidaba de sus feligreses… No obstante las pocas letras de sus moradores, La Puerta es a manera de aula para aprender filosofía convencional»; y va revelando el por qué, en contraste de la frondosa serranía, se había trazado y ubicado el cementerio en un punto a la vista de todos, por lo que en su criterio, la vida de esta población «discurre frente a los propios muertos»; esto, es cierto, la plaza Bolívar, la escuela de primeras letras, la sede de la Prefectura, autoridad policial y el templo, están justamente cerca y a un nivel superior o terraza, donde se podía observar el camposanto; por supuesto, en esa época no existían edificaciones en el lado donde hoy están la Prefectura y el puesto policial, el hotel El Padrino y otras casas, no había nada y se veía fácilmente el cementerio.

En  esa  percepción, sobre tópicos sociológicos, psicológicos y filosóficos de la vida y como tema de dimensión espiritual y religiosa, agregó lo siguiente: «En la mañana, al mediodía, en la tarde…la gente de La Puerta está obligada a pensar en la muerte», y hasta los árboles y vegetación pareciera que por el movimiento de la ventisca, «parece que fueran inclinados por la ventisca para saludar constantemente a los difuntos. Sin que la meditación ocupase a planos superiores, el hombre de La Puerta se acostumbró a mirar con naturalidad cercana el problema de la muerte y aprendió a compenetrarse a la vez, con lo transitorio de la vida»  (Ídem).  Como colofón de su interpretación, de la espiritualidad colectiva de esta población, «Esta gente no se cansa de ver a sus muertos», dijo Alfonso Ribera, personaje principal, y el padre Contreras, que acababa de rezar alguna oración a los difuntos, y refiriéndose al pueblo, dijo: «Ojalá el pensamiento de la muerte, los enseñe a bien vivir». Una especie de campanada, dentro de aquel verdadero clima espiritual, a propósito de que los caudillos de este valle, se vieron involucrados en las revueltas y campales fratricidas de la denominada etapa del liberalismo, y luego, el gomecismo.

Como se puede intuir y obtener, de la fina, adecuada y razonada descripción que hizo Mario Briceño Iragorry, de La Puerta de las décadas iniciales del siglo XX, no solo detalla la fisonomía, virtudes y patrimonio geofísico del lugar, sino que precisa valores y aspectos por los que se guiaba la quieta y hasta filosófica población, que le da una adecuada densidad histórica, al espacio y tiempo en que se desarrolló la actividad principal de los caudillos, y que le aporta eso que llamó “fisonomía diferencial a los pueblos”, con lo que manifestó su querencia personal hacia esta puebla. La ubica en un rol de bello intermezzo, entre el lugar de partida del personaje y el lugar de destino, entre lo autóctono andino, y los placeres, modernidades y debilidades del “festín petrolero”, o de los valores y costumbres de los hombres trabajadores de la tierra, a las ideas y prácticas de la burguesía emergente.

Don Mario, demostró conocer a Venezuela y a Trujillo en particular, el “idealizado e inexistente”, pero con ello dejó sabias reflexiones, lo que debe aguzar los sentidos de quienes intentan en estos tiempos, imaginar a nuestra entidad, mejor y distinta. Nos dejó en sus libros, enseñanzas y la restante, nos la sigue dictando; por supuesto, tiene mucho que decir en estos momentos.

 

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