En estos días de búsqueda desesperada de respuestas que conduzcan a la superación de nuestra tragedia humanitaria, y ante la coyuntura inventada por el gobierno para el próximo mes de mayo, alguna gente se pregunta, con legítima angustia: ¿Qué hacemos, votamos o no votamos?
La pregunta es impulsada no solo por la necesidad imperiosa que la mayoría del país siente de acabar cuanto antes con el gobierno de Maduro, cuya irresponsabilidad, indolencia y corrupción es la causa de la crisis que sufrimos los venezolanos, sino además porque nuestra tradición y reservas democráticas, las mismas que sobreviven a la invasión cultural autoritaria, nos llevan por lógica a buscar en el voto la resolución efectiva de los conflictos.
Si lo del 20 de mayo próximo fuese una elección, claro que habría que votar. El problema es que no lo es. Las cosas se definen por su naturaleza, no porque alguien las llame de cualquier forma. Una cebolla no se convierte en manzana porque a alguien se le ocurra llamarla así. Para ser una manzana necesita tener ciertas características y propiedades que la distinguen de otras cosas. De igual forma, una “elección” requiere de ciertas condiciones y requisitos para ser considerada como tal, los cuales –en el caso venezolano– se encuentran claramente establecidos en la Constitución y en la Ley orgánica de procesos electorales. Si esas condiciones y requisitos no existen, estamos ante cualquier cosa pero no ante una elección.
Lo del 20 de mayo es simple. Sabiendo que la inmensa mayoría del país quiere que se vayan, los culpables de la crisis no se atreven a medirse en una elección de verdad. Pero no pueden correr el riesgo de simplemente no hacerla. El costo deslegitimador sería insoportable, no solo ante los venezolanos y la comunidad internacional, sino frente a su base militar de sostén, el único apoyo real que les mantiene. La sociología militar venezolana nos enseña que el estamento castrense necesita y exige que su comandante en jefe haya sido electo por el pueblo. Y ante la imposibilidad de poder consultar al pueblo, pues ello significaría su salida del poder, el régimen necesita inventar un simulacro y disfrazarlo de elección, con la esperanza de engañar sobre todo a los integrantes de la Fuerza Armada.
El pasado mes de marzo, la Unidad Democrática envió una carta pública a Maduro, en la cual le recordaba los requisitos mínimos para que exista una elección verdadera, y lo retaba a aceptarlas. Si ello llegase a ocurrir, la Unidad está lista para participar en esa elección. ¿Cuáles son esas condiciones que el gobierno por miedo se niega a cumplir? Mencionemos solo algunas: la conformación de una misión de observación internacional calificada para todo el proceso; el inicio del cronograma electoral solo a partir de la instalación de dicha misión de observación; fijación de una fecha para la elección que permita la realización de las auditorias técnicas de ley; proceder a la designación expedita y acordada de dos rectores nuevos del CNE; acceso equilibrado tanto en los medios privados como en los públicos; apertura y actualización del REP, tanto dentro como fuera del país; permitir la votación libre de los venezolanos en el exterior; prohibición de la utilización de medios de identificación distintos a los establecidos en la ley; establecimiento de un protocolo para la auditoría de la huella dactilar con supervisión internacional; y prohibir la coacción al votante a través de la figura del “voto asistido” más allá de los casos que prevé la ley.
Si estas condiciones mínimas no se cumplen –y no se han cumplido– lo que el gobierno prepara no es una elección. Entonces, el dilema no es votar o no. El deber de los demócratas es deslegitimar el show del 20-M, y una de las formas es organizándonos, reforzando los vínculos entre los sectores sociales y políticos para generar la fuerza y las actividades que hagan inútil la pretensión fraudulenta del gobierno de eternizar la crisis y perpetuarse de espaldas al pueblo.