LA PALABRA COMO PODER DE TRANSFORMACIÓN | Por: Francisco González Cruz

 

La inmensa mayoría de los venezolanos clamamos por un cambio, o mejor, una transformación profunda de nuestra realidad. La gente está hastiada de tantos problemas cotidianos, por eso mucha gente se dedica a tratar de sobrevivir con dignidad, otra se va, otra se arrima o trata de arrimarse donde hay o cree que hay, muchos se resignan, otros luchan apegados a la Venezuela que fue y a los partidos políticos sobrevivientes. Pero, tal como lo demuestran todos los estudios de opinión, los venezolanos claman por un cambio.

No es fácil, sin embargo, un cambio en las condiciones actuales, con una cleptocracia que cooptó el poder para enriquecerse, sin mayor preocupación ni ocupación por el bien común, razón primera de la existencia del Estado. Muchas razones se han esgrimido, y se seguirán esgrimiendo, para justificar la permanencia de un régimen tan desbastador como este.

Entre las primeras acciones que impuso el régimen fue la degradación del lenguaje. Con sus largas peroratas el presidente Chavez y los altos dirigentes usaron y abusaron de los descalificativos, las mentiras, los engaños, las falsas verdades, las exageraciones, las promesas y toda suerte de calificativos degradantes para todos los que no fueran ellos.

Con ello se extendieron los nuevos relatos y la imposición de mitos y creencias, la mediatización de la historia, la geografía, sociología y la política, la degradación de la cultura, la ruina de las universidades, la desaparición de ateneos y la imposición de la mediocridad en todo el sistema escolar, pasando por la depauperización de los salarios de los educadores. Se persiguió la libertad de opinión e información, se acabaron los diarios impresos y la extensa variedad de los periódicos regionales y locales.

El primer ataque consistente del régimen fue a lo más sensible de una nación: a su cultura, su educación, y, con ello, al lenguaje. Se impuso desde el poder un lenguaje escatológico, descalificador y agresivo, lleno de vulgaridades y despectivos. Los voceros que se destacaron en el socialismo del siglo XXI fueron los que alcanzaron los más altos niveles en el uso de palabras soeces, llenos de adjetivos descalificativos. Mientras más bajaban al albañal, más subían en el rol de portavoces. Muchos líderes de la oposición imitaron ese estilo, y agregaron a sus discursos de deberían ser de alternativa al poder, el lenguaje del odio y la descalificación.

Además, aplicaron a la vida civil el lenguaje castrense, y para resolver servicios como la electricidad o el agua, montaron un “estado mayor”, y así se extendieron “estados mayores” de alimentación, de combustible, de vialidad y de cientos asuntos más, como si estos sistemas complejos se resolvieran por órdenes superiores, “siguiendo las instrucciones del mayor general”. Guerras, combates y batallas contra el dólar criminal se libraron y allí está esa moneda gozando de buena salud, tanto como de mala sufre la economía.

Se crearon “unidades de batalla”, cuadras y cuadrantes, batallones, milicias y milicianos y demás componentes propios de la vida militar. Las expresiones castrenses se han impuesto en nuestra sociedad y se usan sin consideración alguna los calificativos extremos para desprestigiar la disidencia: apátrida, fascista, vendepatria, asesino y otras expresiones que denotan insultos y no argumentaciones.

Las palabras son poderosas y ese lenguaje hizo su trabajo en la mente y los corazones de muchos venezolanos, que no éramos así. No digo que no hablábamos ligeros en la palabra, pero esta degradación a que llegamos no era común de los venezolanos, usualmente cordiales y tolerantes.

Una buena cosa que podemos hacer la enorme mayoría de nosotros es mejorar sustantivamente el lenguaje, que vuelva a ser civil y civilizado. Que desterremos la violencia verbal, la vulgaridad y la intolerancia en nuestras conversaciones, en el lenguaje cotidiano, en lo que hablemos y escribamos. Desde los tiempos de Heráclito sabemos que una realidad lleva consigo su contrario. Desde Carl Jung que la superabundancia de cualquier fuerza inevitablemente produce su opuesto.

Si sabemos que unos pequeños cambios pueden hacer posible grandes transformaciones, si existe un sistema que está llegando al límite, entonces aprovechemos los efectos transformadores de las palabras, para contribuir al cambio de este sistema que no produce bienestar para la mayoría.

En un sistema humano la energía fundamental en la información, que se suministra con las palabras, con el lenguaje. Llenemos nuestra comunidad familiar, local y nacional, los medios de comunicación y las redes, del lenguaje apropiado favorable a la transformación de Venezuela, en un país de ciudadanos decentes, que somos mayoría.

“La democracia es una obra de arte”, decía Humberto Maturana. Y se hace conversando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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