La mudanza del encanto

También los miedos

Nos estamos haciendo la guerra por todos lados porque nos tenemos miedo a nosotros mismos. El gen del odio se ha socializado, tanto es así que, todos los lenguajes sufren. Venezuela se ha “convertido” en un formidable campo experimental de la dominación. Al parecer, el objetivo oculto es la división aún en las cosas más triviales. Si esto es cierto, tenemos invadida hasta la intimidad, entendida como la subjetividad necesaria para resolver nuestras cosas. Tenernos miedo a nosotros mismos, es una hipótesis vivida desde la experiencia política propia y la considero como el temor grupal y personal para desafiar las corrientes dominantes aún desde sus propios espacios. El “heme aquí”, “aquí estoy como soy y pienso” significa hablar en voz alta para hacernos reconocer, y sobre todo, reconocernos como diferentes. La política desde esta perspectiva la considero como exponerse desde la diferencia con capacidad de comunicarlo y de comunicarse con el diferente. Tengo derecho a ser diferente, a no pensar como usted piensa pero, tengo el deber de hacérselo saber. Al hacérselo saber, usted no tolera la diferencia porque quiere vivir bajo el manto de una verdad que usted se ha construido. Usted me hace incapaz de colocar las verdades en incertidumbre, de hacerlas dinámicas, creativas y movibles tal como la vida de los diferentes con capacidad de entrevivir y convivir.

La guerra entre nosotros es una guerra entre miedosos. Mucho más allá de nuestras mediocridades, son los miedos los que resaltan. El miedo a perder es uno de los más paradójicos. Quizá el miedo a no tener es el mayormente materializado. No soy si no tengo. Así la propiedad se erigió como un instrumento de salvación. El poder de no tener es abismal al poder de tener cuyo síntoma clásico es la competencia, metida en los tuétanos del mundo humano. Otra paradoja: dejamos de tener lo que tenemos, allí está a la mano, para morirnos por tener lo que aquellos tienen. Las antiguas formas de tener, saber y poder han sido sustituidas comunitariamente por formas perversas de individuación y dominación. La corrupción del “poder popular” o de la “democracia participativa” muestran los mismos síntomas de la enfermedad individualizadora de lo colectivo, incluso recrudeciendo dotes religiosos que muestran las más atrasadas iglesias.

La terapia de la convivencia debe fortalecerse. Una fuerza cultural alterna para el entrevivir y el convivir mejor, aún en medio de la más miserable crisis humana que es la guerra, debe considerar como elemental el tiempo humano necesario para la  resolución de los conflictos. Cuando los de arriba están incapacitados para vivir entre nosotros, haciendo las salvedades de siempre, al diferente le corresponde la valentía de la palabra y de la acción convivencial para las dinámicas capaces de alterar los miedos entre nosotros.

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