Lo encontré sobándose la mano izquierda mirando hacia no sé dónde. No era una mirada perdida, buscaba algo fuera del paisaje como interrogando a los bucares. Juntaba sus dedos para que su mano no se sintiese tan dispersa en el dolor. Le ayudaba con mi mano derecha mientras apagaba todas las luces artificiales. La noche nos reunía en la misma noche. La canasta de lo estelar nos hacía recordar el mito quiché de los cuatrocientos muchachos.
Los demás no somos adivinos de lo que te pasa me dijo alguna vez uno de mis hermanos. Menos si la mano izquierda no ayuda a la mano derecha o es ayudada por esta. Lavar las palabras es el decir del maestro Isidoro. Lavar las palabras para curarse. Sobar con las palabras como esas señoras quitadolores de los campos míos. Debemos aprender a sobar con el palabrario. Convertirnos en hermanos curativos. Si no puedo curar en este momento es porque mis manos están enfermas y no puedo lavar las palabras. Entonces, en vez de lavar, ensuciamos la ropa del alma, esos sentimientos se pegan a las paredes de los sentimientos y nos van hiriendo los atardeceres. Para que no se hagan permanentes nos volvemos huidizos, no fugitivos. Saber curar es aprender a convivir y aprender a convivir es posible en una relación medicinal, terapéutica. Ahora mi mano derecha soba los oídos. Los oídos quieren escuchar el silencio de la noche, quieren borrar el bullicio de la sociedad descubriendo el silencio. Una gran campaña de silencio sería interesante. Toda una jornada de silencios para lavar las palabras serenamente, sobar colectivamente las palabras más afables y trascendentales. Esas palabras que nos acercan a la intimidad o aquellas palabras que nos hacen saltar alturas impostergables. No sé si se entiende esta imagen “saltar alturas impostergables” pero si no se saltan se convierten en paredes, en barrotes. Un palabrario hecho de silencios profundos y secretos. Una cultura de viscerales nos robó la serenidad necesaria para el gran salto olímpico de los espíritus.
En silencio, aquí escucho el tecleteo equiparable al roce del lápiz en el papel, susurremos esas palabras que lavan las vísceras y soban los buenos sentimientos. Me encanta cuando mi madre Perpetua lava mi cara con mi propia saliva. Eso me enseñó algo que apenas ahora entiendo. Hay que lavarse desde uno mismo y la saliva es mi propia palabra silenciosa escrita en mi rostro por la madre amada. La palabra Perpetua la he buscado en el silencio profundo. Significa eternidad, siempre estará allí pendiente para la lección oportuna. Y ahora en silencio, levitando mis manos en el palabrario escribo otra estupenda palabra… Gracias. Hago la revisión gramatical de los sentimientos y creo al final escribir “coloque usted los suyos”, gracias.
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