“Me gustan más las ciudades estúpidas que las inteligentes. La sociedad ha florecido en ellas”. Así afirmó el experto en inteligencia artificial (IA) y director de Instituto de Sistemas de IA de la Universidad de Eindhoven (Países Bajos) Carlo van de Weijer, en una entrevista que le hace la periodista Marta Amo de Retina Tendencias del Grupo Prisa de España. Esa declaración aparece en diversos otros medios. Allí mismo se dice: “Frente a los gurús que pintan un futuro de urbes ultra tecnológicas repletas de coches autónomos y aparatos voladores, el experto en IA y movilidad Carlo van de Weijer apuesta por volver a las raíces y que se priorice ir a pie, la bicicleta y el transporte público”.
La declaración citada de esta autoridad en materia de Inteligencia Artificial es buena para reforzar la idea de que un lugar inteligente es aquel que les proporciona calidad de vida a sus habitantes. El tema de la disponibilidad de la tecnología de vanguardia es un componente de la calidad de vida, no hay duda, pero no es el centro del asunto, que lo es en cambio lo que se llama la “convivencialidad”, es decir, el arte de convivir entre las personas y el entorno, respetándose entre sí.
Iván Ilich (1926-2002), un austríaco que vivió en Cuernavaca (México) consagrando su vida como maestro de escuela, desarrolló este concepto para definir que “una sociedad convivencial es la que ofrece al hombre la posibilidad de ejercer la acción más autónoma y más creativa, con ayuda de las herramientas menos controlables por los otros”. Se entiende como una herramienta desde un destornillador hasta un teléfono, una computadora o una aplicación tecnológica.
La obsesión por la Inteligencia Artificial lleva a plantear las ciudades inteligentes o “smart cities” como aquellas que tienen un uso intensivo de las tecnologías de vanguardia para atender sus necesidades, sobre todo en materia de gestión, comunicaciones, transporte, energía, emprendimiento y otros temas. Cuando estas estrategias toman en cuenta al ciudadano, a los espacios de convivencia, al ambiente natural y demás necesidades del ser humano, las herramientas tecnológicas ayudan mucho, siempre que estén al servicio de esos objetivos del vivir y del convivir.
Pero, y es un pero muy grande y muy grave, cuando esas herramientas no permiten libertad y autonomía, sino que esclavizan y dominan, entonces no sirven para la convivencia. Como diría premonitoriamente el propio Ilich en 1978, y lo ratifica ahora Carlo van de Weijer, “la herramienta es inherente a la relación social. En tanto actúo como hombre, me sirvo de herramientas. Según que yo la domine o ella me domine, la herramienta o me liga, o me desliga del cuerpo social”. Resulta que la mayor parte de las tecnologías de hoy son “monopolios radicales” (Ilich dixit) que sirven para fundamentalmente a las necesidades de codicia de sus propietarios. Vemos cómo en la sociedad de la información y las comunicaciones, la gente está llena de datos, información tendenciosa y escasa de conocimientos, y hasta la riqueza del lenguaje se está perdiendo en el afán de todo rápido y en pocas palabras o sustituido por una gráfica.
Lo estúpido es utilizar la inteligencia para ir contra lo humano de la persona y de la humanidad. Y hay que ser muy inteligente, sin lugar a dudas, y muy estúpido también sin lugar a dudas, el uso intensivo del talento y del capital financiero para producir bombas nucleares, o venenos que matan la flora y la fauna, o causan dependencia como las drogas, o armas que caen en manos de brutos y estúpidos, que abundan más, para que vayan a las escuelas a matar jovencitos. De inteligencia estúpida está lleno el planeta, también de brutalidad estúpida como lo demuestra la carrera armamentista y el crecimiento del narcotráfico.
Lo inteligente en el campo social parecer ser más sencillo, aunque más complejo. Es promover espacios para las interconexiones humanas, para las conversaciones, la participación entre iguales, el reconocimiento de las diferencias y el obtener soluciones a los problemas desde el encuentro respetuoso. Y eso significa en las ciudades los espacios públicos de calidad, las aceras anchas y cubiertas, con calles arboladas y sin exceso de tráfico vehicular; los lugares para compartir una bebida, un bocadillo y una grata compañía; los teatros, las librerías, las cafeterías y todo espacio donde se propicie el sano encuentro, o la “soledad sonora” a decir de San Juan de la Cruz.
No sé si utilizar el problema de fondo es una palabra tan importante como “inteligencia” que no es tan fácil de definir, pero que trata de personas humanas que, según la Real Academia Española tienen “capacidad de percibir y controlar los propios sentimientos y saber interpretar los de los demás”, o “facultad de la mente que permite aprender, entender, razonar, tomar decisiones y formarse una idea determinada de la realidad”, según el Diccionario Oxford. También se habla de la capacidad que tiene una persona de entender un asunto y responder a ello.
Tampoco la Inteligencia Artificial es fácil de definir, pero tiene que ver con máquinas que pueden ser entrenadas mediante algoritmos, para realizar tareas específicas procesando grandes cantidades de datos y reconociendo patrones en los datos, a partir de los cuales imitan los procesos de la inteligencia humana. Lo cierto es que es una creación humana muy avanzada, y que seguirá avanzando de manera exponencial, hasta límites insospechados que la literatura y el cine se han atrevido a elucubrar.
Lo trágico del asunto es que un reconocido experto en el asunto, tenga que llamar, para que lo entiendan más claramente, ciudades estúpidas a las que le ofrecen la oportunidad a la gente de ser feliz, caminando o yendo en bicicleta, por espacios verdes y con fuentes de agua, pájaros que canten, niños que corren y parejas que se abrazan.
De allí la validez del oxímoron “la inteligencia estúpida”, la que es capaz de diseñar máquinas que sorprenden por sus capacidades, pero que pueden desdeñar la sencilla y elemental necesidad humana de sentirse bien en algún lugar.