Por: Mons. C. Oswaldo Azuaje P. Ocd, Obispo de Trujillo
Querido Pueblo Trujillano:
Como Obispo de la Diócesis de Trujillo, me dirijo a todos y cada uno de los miembros de este noble pueblo trujillano en el que, los que hemos sido bautizados en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo constituimos una Iglesia discípula misionera en marcha, casa y escuela de comunión. Esta es una Iglesia que abre sus brazos amorosos a todos para congregarnos como una gran familia, Iglesia que lleva desde los orígenes de la evangelización en tierras timotocuicas el sello de la paz, bajo el patrocinio de aquella que llamamos y honramos como Virgen de la Paz. Hoy, último día del mes de mayo de 2018, comienzo la redacción de esta carta con el deseo de que el misterio de la Visitación de María a su prima Isabel, fiesta del día, nos motive a llevar dentro de nosotros a Jesús y a testimoniar de palabra y obra la buena noticia de redención que San Lucas pone en boca de María: “Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador” (Lc 1,46).
Pueblo de Dios
Me dirijo, en primer lugar, a todos ustedes, pueblo de Dios, porque, tanto ustedes como yo formamos “un solo cuerpo” (Rom 12,4-5), porque profesamos este credo: “un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos” (Ef 4,5-7). La meta hacia la cual caminamos es la perfecta unidad por medio del amor (1 Cor 13). Es Cristo quien nos une en el amor y nos llama a vivir mirando siempre a la meta: “que todos sean uno” (Jn 17,21-23).
La crisis que azota el país es de grandes dimensiones, y tiene diversas causas que ameritan no solamente un minucioso análisis crítico, sino que también requieren, en contrapartida, de unas propuestas que ayuden a resolver su intrincado entramado. Hoy me atrevo a proponer la necesidad de una renovada espiritualidad. La espiritualidad ha motivado siempre los cambios que han requerido los pueblos en tiempos de crisis.
El abatimiento y el desánimo en muchos corazones venezolanos nos están enfermando espiritualmente. La pérdida de la esperanza incide en comportamientos y en patologías que antes apenas conocíamos o experimentábamos. Hay personas en nuestro país que parecen haber renunciado a la alegría de vivir. Hay casos de suicidios ante el bloqueo interno que produce el no encontrar solución a tantos problemas que agobian a las personas y a familias enteras. Hay venezolanos que han llegado a elegir la delincuencia como forma de vida o, quizá, como una forma de vivir para morir. Otros, miles de jóvenes que (aunque no solamente ellos) están emigrando a países, sobre todo del sur del continente, porque ya la tierra que los vio nacer y crecer no les ofrece oportunidades ni trabajos dignos y estables. Cuando en una nación se cierra el futuro, se pierde la ilusión y se oscurece la esperanza, y eso nos está sucediendo en Trujillo y en Venezuela.
Solidaridad
A pesar de las nubes negras que oscurecen la esperanza de muchos hombres y mujeres, hoy renacen la misericordia y el amor que se traducen en solidaridad. En nuestras iglesias, en nuestras parroquias eclesiales, en nuestras comunidades y, sobre todo, en nuestros corazones hay un pálpito de conversión al amor que está abriendo caminos para una nueva praxis, un nuevo modo de hacer, compartiendo la oración, las ollas solidarias, las medicinas, la ternura del amor al hermano en un clima de familia eclesial. Estas personas, párrocos y parroquianos, familias, grupos apostólicos, religiosos y gente de buena voluntad han ido descubriendo que el odio, el rencor y la maledicencia no son buena noticia para nadie. Es buena noticia el anuncio de paz aprendido en nuestro primer encuentro con el Señor al calor de la iglesia. Necesitamos reencontrarnos con ese primer anuncio: Dios es amor. Se trata de una conversión al evangelio de Jesucristo que ayude a identificar en los surcos ocultos de la vida la cizaña del mal y arrancarla delicadamente, sin que se arranque el trigo. El mal es el pecado con el veneno del odio y la violencia. El bien es el amor. Al mayor bien social lo llamamos “bien común”. Es el bien de todos y cada uno, es el bien con el que Jesucristo nos garantiza su presencia en medio de nosotros y produce frutos abundantes para un bien obrar. A todos los miembros de nuestra Iglesia trujillana les pido que trabajemos juntos por construir la paz y la prosperidad de nuestra tierra bajo la luz de la esperanza.
La esperanza cristiana es la “esperanza que no defrauda, porque, al darnos el Espíritu Santo, Dios ha derramado su amor en nuestros corazones” (Romanos 5,5).
No renunciar
Pido a los sacerdotes y diáconos no renunciar al primer amor que expresaron en el día de su ordenación. La vida se ha puesto muy difícil para un sacerdote o un diácono en Venezuela y, por ende, en Trujillo. No es fácil quedarse en el país, compartiendo alegrías y tristezas, con el pueblo de Dios a quien sirven. Se requiere estar enamorados de Jesucristo y de la Iglesia, muy enamorados de los pobres y pequeños. Se requiere confiar en la infinita misericordia de Dios que les ha hecho ministros del perdón y la reconciliación, y les ha constituido mensajeros de su paz y sacramento de su amor. Las palabras de Jesús tranquilizan y ponen en fuga muchas tentaciones, incluso para un buen sacerdote: “Por eso les digo, no se preocupen por su vida, qué comerán o qué beberán; ni por su cuerpo, qué vestirán. ¿No es la vida más que el alimento y el cuerpo más que la ropa? Miren las aves del cielo, que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y sin embargo, el Padre Celestial las alimenta. ¿No son ustedes de mucho más valor que ellas?” (Mt 6,25-26). Es decir, ser fieles en la prosperidad y en la pobreza, son palabras que resuenan muy hondo. Esto digo de los sacerdotes de esta diócesis y de los que han sido enviados como misioneros a otras diócesis de Venezuela. Asimismo alabo y bendigo la labor misionera y la formación académica que están haciendo los sacerdotes que están por Europa o en otros países, formándose y cooperando en la evangelización de antiguas diócesis que hoy tienen escasez de sacerdotes. Gracias también a ellos porque su solidaridad con ésta, la diócesis que les envió, es notoria hacia sus compañeros sacerdotes y notoria en las ayudas que están proporcionando para nuestra pastoral social en tiempos de gran pobreza. Gracias también a los diáconos permanentes que se mantienen firmes en su opción por Jesucristo como servidores de todos, llevando a cabo la caridad pastoral.
Pido a los seminaristas que se preparan para el presbiterado; que, una vez puestas las manos en el arado, no vuelvan su vista hacia atrás (Lc 9,62). Pongan su mirada en Cristo, quien les llamó a seguirlo. La vida en el seminario ofrece el ambiente para discernir la voluntad del Señor sobre lo que quiere Él de ustedes. Para llegar a ser sacerdotes es necesario un proceso de discernimiento. Toda búsqueda vocacional debe desarrollarse al calor de la oración, la fidelidad al ideal, la confianza en el proceso de formación, la obediencia y el cultivo de una vida espiritual y académica que les moldee como personas y como hombres de Dios. No faltarán momentos de desánimo, preocupaciones por la situación de sus familias y la crisis del país, tentaciones de todo tipo. Cuenten conmigo como padre y pastor, como formador amigo. Y cuenten de un modo especial con sus formadores en el seminario, a quienes el Señor ha confiado, a través de mí un rol imprescindible. El Seminario Sagrado Corazón de Jesús sea el ámbito en el que se arraigue en ustedes la espiritualidad de comunión, que nace de una “Iglesia discípula misionera en marcha”.
Pido a los religiosos y religiosas, actores fundamentales en el dinamismo de nuestra iglesia particular que sigan marcando con sus diversos carismas la fuerza del evangelio, propiciando su participación en todas las dimensiones de la pastoral, con el testimonio de vida de oración y en comunidad. “La vida consagrada nace y renace del encuentro con Jesús tal como es: pobre, casto y obediente” (Papa Francisco). Cultiven con esmero su vida de oración, especialmente desde la contemplación del misterio de Cristo en la Iglesia para que no falte esta dimensión en su vida espiritual. Y que su vida comunitaria sea reflejo de la Sagrada Familia de Nazaret. La vida consagrada es un gran don del Señor y mi deseo es que se haga más presente en nuestra diócesis y aporte la riqueza de su experiencia carismática en el proceso de renovación que el Espíritu Santo ha suscitado en ella a través del primer Sínodo Diocesano.
Corpus Christi
Hoy, fiesta del Cuerpo y la Sangre del Señor, nuestro tradicional Corpus Christi, nuestras calles han visto pasar hermosas custodias que enarbolan el Pan de Vida, y con ellas un pueblo en peregrinaje y unas flores que derraman color y perfume de esperanza. Hoy, obispo, sacerdotes, diáconos, seminaristas, religiosos, familias, grupos apostólicos, niños, jóvenes, adultos y ancianos hemos caminado con Jesús Eucaristía para decirle que le amamos, que él es nuestro único guía y la verdad suprema, la meta hacia la cual caminamos. Le hemos dicho que tenemos hambre de Él, de su palabra y de su amor. Hemos llevado en nuestras plegarias, cada uno, un pedacito de nuestros dolores y angustias. Hemos orado por nosotros y por los que más sufren en nuestro país. Le hemos pedido a Jesús Eucaristía que cesen el hambre, la miseria, el crimen, la inseguridad, la violencia, la enfermedad, la polarización política, la idolatría del poder, el miedo, el irrespeto por la vida, la trata de personas, la pobreza. La Eucaristía convoca a todo un pueblo a vivir en la unidad por medio del amor, del perdón y de la reconciliación. El amor es la actitud fundamental de quienes seguimos a Cristo. El perdón es un nuevo nacimiento. La reconciliación es el encuentro y la consecuencia del amor perdonante.
Como Obispo de Trujillo, mis amigos y hermanos en la fe, mis hijos queridos, a todos ruego un firme propósito de no claudicar ante el desánimo que auspicia el momento presente del país y que, a veces, parece promovido por oscuros propósitos políticos. Eso sería condenarnos a un suicidio moral y social. La palabra de Dios nos viene al encuentro con destellos de esperanza: “Miren que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notan? Abriré un camino por el desierto, ríos en el arenal…, para apagar la sed de mi pueblo, de mi elegido. El pueblo que yo me formé para que proclamara mi alabanza” (Is 43, 19-21). La urgencia hace más fuerte mi ruego: no nos dejemos derrotar por el reto que todavía tenemos por delante: reconstruir el futuro. Como pueblo tenemos derecho a soñar, como sueña el libro del Apocalipsis: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva…Mira, yo hago nuevas todas las cosas” (21,1; 5).
Trabajar juntos
Juntos tenemos que trabajar con acciones concretas de solidaridad y de esperanza. Que crezcamos en buscar soluciones a los problemas reales, que se abran las cárceles de los que injustamente están en ellas, que superemos la tiranía de las ideologías, la idolatría del dinero y del poder, las enemistades entre hermanos y entre pueblos. Que el país vuelva a crecer en la producción de bienes para una sociedad de bienestar y de bien común. Que como piedras vivas de esta Iglesia y venezolanos nos esmeremos por poner nuestro granito de arena. Todos tenemos algo que aportar desde nuestra fe, esperanza y amor con un corazón generoso. Todos somos importantes y responsables en la construcción del futuro. ¡Ánimo, no tengan miedo! (Mt 14,27), nos dice Jesús. Y María nos dice: “Él hace proezas con su brazo, dispersa a los soberbios de corazón” (Lc 1,51). Termino esta carta a todos (que nadie se sienta excluido) en la fiesta de Corpus Christi. Con mi bendición episcopal.
Oswaldo Azuaje Pérez, OCD
Obispo de Trujillo
Trujillo, 3 de junio de 2018