La educación, clave contra la violencia de género | Por: David Uzcátegui

 

Por: David Uzcátegui

 

La violencia contra la mujer sigue siendo una de las violaciones de derechos humanos más extendidas y normalizadas del mundo. La ONU estima que una de cada tres mujeres ha sufrido violencia física o sexual, y que cada diez minutos una mujer o niña es asesinada por su pareja o un familiar. Por eso conmemoraron el 25 de este mes el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer.

En América Latina y en Venezuela, estos números no solo se replican: con frecuencia se agravan. La región se ha convertido en una de las más peligrosas del planeta para ser mujer.

Entre todas las formas de agresión, hay una que representa la expresión más extrema, más brutal y más inaceptable de esta realidad: el femicidio. Asesinar a una mujer tomando ventaja de su condición es un crimen aberrante, el punto final de una escalada de violencia que comienza mucho antes, en gestos y actitudes que la sociedad tolera o minimiza.

Cada femicidio es la evidencia más dolorosa de una cultura que todavía permite que la vida de una mujer valga menos.

Pero la violencia no se limita a lo físico. La agresión psicológica, económica, patrimonial, obstétrica, política y digital también marcan la vida de millones de mujeres y suelen ser el comienzo de algo peor.

La violencia digital, en particular, crece a una velocidad alarmante: insultos, campañas de odio, amenazas, extorsión, difusión no consentida de contenido íntimo o “deepfakes”. Las mujeres con presencia pública —periodistas, activistas, políticas— se han convertido en blancos frecuentes de ataques que buscan silenciarlas. Es una extensión del sexismo tradicional a un nuevo escenario donde la impunidad es la regla.

¿Por qué ocurre esto con tanta fuerza en nuestra región? Existen factores económicos, culturales e institucionales. Pero uno destaca con claridad: la ausencia de educación. No solo escolar, sino emocional, ciudadana, digital y en igualdad de género.

La violencia se aprende mucho antes de que se manifieste: en hogares donde se naturaliza que “los hombres mandan”, en escuelas que no enseñan sobre consentimiento, en comunidades que ven los celos como prueba de amor, en redes sociales donde el odio es un espectáculo que nadie regula.

En Venezuela, el sistema educativo ha dejado un vacío que se siente en todos los niveles de este problema. Lo mismo ocurre en otras naciones latinoamericanas donde la precariedad, la migración y la falta de políticas públicas han debilitado la formación de las nuevas generaciones.

La consecuencia es evidente: jóvenes que crecen sin herramientas para identificar el abuso, hombres que repiten patrones violentos, mujeres que no saben cómo o dónde pedir ayuda, y comunidades que aún justifican o minimizan la violencia. Sin educación, el círculo se repite.

Por eso cualquier estrategia para enfrentar este problema debe comenzar por allí. En primer lugar, se necesita educación obligatoria en igualdad y prevención de violencia en todos los niveles. No como una charla ocasional, sino como parte del currículo.

Las escuelas deben enseñar qué es el consentimiento, cómo reconocer relaciones peligrosas, cómo ejercer una masculinidad no violenta, cómo respetar la autonomía del otro. Estas clases deben ser tan importantes como matemáticas o ciencias.

En segundo lugar, hay que formar a los docentes. No se puede esperar que enseñen igualdad quienes no la vivieron o no la conocen. La capacitación debe ser masiva y permanente, incorporando enfoques de género, derechos humanos y prevención del abuso en su formación profesional.

En tercer lugar, es fundamental alfabetizar digitalmente a niños, adolescentes, padres y maestros. Las nuevas generaciones viven en internet, pero sin entrenamiento para navegar de forma segura. La violencia digital también mata: destruye reputaciones, vulnera la salud mental, empuja al silencio y, en ocasiones, desemboca en violencia física.

Cuarto, sin autonomía económica no hay libertad. Muchas mujeres continúan en relaciones violentas porque no tienen cómo sostenerse. Las políticas de educación técnica, becas, empleos formales y redes comunitarias son esenciales para cerrar la brecha que permite a los agresores dominar.

Y finalmente, debemos asumir que la violencia contra la mujer no es un “asunto privado”, ni un “tema de mujeres”. Los hombres deben involucrarse activamente: no como espectadores, sino como parte fundamental de la solución.

La violencia se aprende, pero también se puede desaprender. La educación no garantiza un mundo sin femicidios, pero sí es el único camino para construir un continente donde ninguna mujer tema a la persona que dice amarla, donde ninguna niña sea silenciada, y donde ninguna vida sea arrebatada por el simple hecho de haber nacido mujer.

 

 


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