Los viejos infolios que andan por ahí rodando todavía, de los pocos que quedan, afortunadamente, sirven para reencontrarnos con la historia de la ciudad, con los aconteceres que tienen que ver con nuestra propia existencia, que se van adhiriendo a nuestro ser espiritual como un capítulo o al menos una fijación que pervive y no se olvida, aunque permanezca en un estado de latencia. Son fuentes fidedignas, de primera línea, tienen “la verba cotidiana”, el caudal de sentido que andamos buscando para enfrentar los recuerdos de ahora con la realidad de ese tiempo concreto, de ese instante de vida que hallamos, por ejemplo, en una fotografía; de eso que se nos hace un paisaje emotivo porque nos pega al alma y despierta la nostalgia y la melancolía. Las improntas que nos reverdecen los recuerdos, disparan la sensibilidad y rompen el adormecimiento afectivo a que nos está llevando esta sinrazón de hoy, la anomia social en que estamos inmersos los pobladores, y todavía más, los ciudadanos de la ciudad.
La emotividad me lleva entonces a querer hablar de lo que contiene como imagen una vieja fotografía del hospital de Trujillo, del segundo en una hermandad, filiación, condición hereditaria, etc., que da a conocer su historia, de la Otrabanda u Otra Banda o Santa Rosa, en específico, que el lugar estrenaba este último nombre ya que nos situamos temporalmente en junio de 1942, y justamente en enero de ese mismo año, el mismo gobernante del cuento del hospital había sido el firmante de la resolución que acordó cambiarle el nombre a aquel sector, pues fue precisamente el doctor Numa Quevedo el que emitió la disposición de elevar ese sector citadino a la condición de municipio, pues desde siempre, desde los ancestros mismos de la pequeña villa aquellos andurriales o zona ruralizada todavía era denominada la Otra Banda, es decir, el otro lado, el más periférico. Erial despoblado e insalubre, aunque luego, en los años venideros, el lugar se hizo floreciente, dinámico hasta ser hoy sin discusión el centro neurálgico de la vida y acción de la urbe, en el que está lo principal desde la mayor cantidad de pobladores, contando además avenidas y calles, urbanizaciones y centros institucionales y de servicio, como está a la vista de todos.
Si hablamos del segundo hospital no es otra cosa que decir que la ciudad a lo largo de su historia de 450 años en este valle de los mukas (excepto el hospital de los Seguros Sociales), que es otra historia por su origen, aunque no en su integración humana), y del llamado Hospital Psiquiátrico (donde está la Cárcel), éste de muy efímera duración y que no era tal hospital, sino un pequeño “Asilo de Enajenados” que no logró prosperar, por lo que en su trayectoria desde lo más antiguo no ha tenido la ciudad sino estos dos centros dispensadores de salud, uno como continuidad del otro en los nombres de “Alejandro Próspero Reverend”, derivado éste del mismo que antes se llamó “San Juan de Dios” y que desde los tiempos coloniales se vino llamando “Hospital de Caridad”, y que ya, en el moderno edificio de Santa Rosa, se le quiso mantener el nombre de hospital “Alejandro Próspero Reverend”, aunque al final, se acordó llamarlo “José Gregorio Hernández”. Sí, porque el de Santa Rosa al principio fue una mudanza prácticamente del de arriba, de la Plaza Sucre, con casi el mismo instrumental y personal, aunque por ser el nuevo hospital “el máximo centro de Asistencia Social del Estado”, entonces adquirió progresivamente un nuevo estatus en sus dimensiones en lo que se refiere a su funcionamiento, con Reglamento Interno y todo, con personal médico especializado por servicios, y con la novedosa participación de un cuerpo de enfermeras que se había tenido el cuidado de mandarlas a formar nada más y nada menos que en la Escuela Nacional de Enfermeras de Caracas, por lo que aquello fue todo un acontecimiento, con una resonancia que cubrió muchos espacios regionales y nacionales, como cuentan las pocas referencias que sobrevivieron a la hecatombe de la desaparición documental.
Ese año, esa fecha de 1942, fue muy propicia en la biografía de tan popular parroquia, que no era tal hasta ese entonces, sino lugar que poco se nombraba por no tener constitución político-jurídica, sino un simple paso o camino que llevaba o traía a la ciudad, aunque no tanto así porque desde arriba estaba traspasada desde una década antes (1932) por la flamante Avenida Mendoza que comenzaba en la esquina de las Monjas y terminaba justamente en las adyacencias de la Alameda (Plaza) Mendoza, que igualmente estaba allí donde hoy está también desde inicios de la misma década atrás (1932); porque es que en diez o doce años a Santa Rosa, que todavía no se llamaba así, se le fueron construyendo vías urbanas, una sola de entrada y de salida, esta avenida que nombramos, aunque existía el callejón San José, pero cortado, luego alargado para abajo antes de que se construyera la avenida Coro, por 1955, y alargado en otro pequeño trozo cuando se pegó varios años después con la Ayacucho, la más vieja de todas las avenidas locales, que también provenía de arriba, del Puente Machado hasta desembocar, primero donde está la escuela Américo Briceño Valero, y luego la alargaron un poquito hasta la esquina de “Las Rosas”, justamente donde está el Mercado Municipal.
Es porque la porción central, el casco central o histórico que llaman, ese sí tiene una fisonomía con una edad pareja más o menos; pero las otras partes de la ciudad se fueron haciendo por tramos, cuadros, estaciones o como queramos decir, en lenta proporción, con la parsimonia temporal que ha requerido esta ciudad errátil a la que se le ha hecho difícil ver su crecimiento, porque sus obras y lugares urbanizados no se concretizan, ya que se realizan con pasos uniformemente retardados.
En algunos momentos, de vez en cuando, nos encontramos una huella, un vestigio de este tiempo-espacio de la ciudad por la que andamos en nuestra cotidianidad. Y afloran signos de nostalgia, porque las imágenes nos hablan y retrotraen a algo específico que resuena en la memoria, un referente familiar o una gráfica, como en este caso, o un suceso por muy leve que sea. Eso nos habla y es un lenguaje anímico, un padecimiento, una actividad de alegría a veces, y otras, de tristeza; que ambas, en todo trance, nos atrapan y accionan la imaginación. El tópico que aparece ante la vista como ya dije, es la vieja edificación del hospital de Trujillo, de ese centro levantado, o mejor extendido en el espacio concreto de la Otra Banda, que algunos todavía recuerdan a Santa Rosa con ese anterior viejo nombre más de ancestro; ahí detenido en la delgada avenida de aquellos años del cuarenta, cuando la vía no estaba ni regularmente pavimentada, aunque era una de las pocas avenidas de que se ufanaba la ciudad. La vieja hoy edificación, que en ese instante en que quedó grabada para la posteridad, se consideraba como una edificación modelo en la arquitectura y en el servicio hospitalario, a la par de otros nacionales, muy pocos que había de esa dimensión, y que por ser tan moderna y tecnificada con los últimos equipos instrumentales que le habían sido asignados, encendió las palabras de elogio de gobernantes y representantes que se dieron cita en sus espacios principales para dejarlo inaugurado en junio de aquel año propicio de 1942.
La gráfica que vemos habla por sí sola. Es hermosa. Siempre ha sido hermosa la fotografía del hospital “José Gregorio Hernández”, a pesar que, en su seno en su trayectoria temporal, ha sucumbido la vida de seres queridos, de personajes que en Trujillo se distinguieron por nexos diversos; hombres y mujeres que terminaron en él su existencia, porque allí ha estado presente la vitalidad de la ciencia y la tiniebla del final de la vida, en la insoslayable verdad universal de la existencia humana, finita y de principio y fin. Pero no es de esto de lo que queremos hablar, sino de la vieja edificación hermosa en su trascendencia como patrimonio de la ciudad. La fotografía que nos acerca, que la hace comprensible y vistosa a la vista, que compendia o resume todo lo que ha sucedido en su interior; los signos que hacen su voluminosa historiografía, su vasta significación de trujillanía. Esa vieja edificación permanecida en su fisonomía primaria esencial, por más que la han restaurado, que le han hecho cirugía arquitectónica en varias oportunidades, que le han colocado varias prótesis exteriores e interiores, para acercarla funcionalmente a la modernidad, a la vastedad de los nuevos tiempos, aunque en el fondo la ciudad no se ha desarrollado mucho.
Es la vista general del hospital “José Gregorio Hernández” como titula la leyenda inferior de la fotografía, que fue “obra terminada durante la administración pública del Doctor Numa Quevedo (……) En el centro de la fotografía se destacan los ventanales de las Salas Operatorias. El Estado Trujillo tiene con este Instituto su máximo Centro de Asistencia Social- 1942)”. Esto inscribe la leyenda. Hoy, pasa desapercibido aquel brillante ventanal de la parte central del edificio, que indicamos era horizontal más que vertical, estirado hacia los lados y estos últimos adelantados hacia afuera como buscando la avenida. Y allí, en ese espacio de ciencia y vida, los médicos tratantes, nombres ciudadanos de una proyección que se las acrece el tiempo, venidos unos del viejo hospitalito de la Plaza Sucre y otros que llegaban para estrenarse en él. Cuántas veces se asomarían a los ventanales para ver el paisaje natural de enfrente, porque nada había de paisaje cultural todavía en esos alrededores, según se capta también en los contenidos gráficos de la fotografía, no obstante, llenos de significación por lo que se puede determinar al observar con detenimiento y conocimiento lo que subyace en el cuadro. Ciertamente, el contexto ambiental de los alrededores no había sido intervenido por la mano del hombre, aunque en el devenir se fueron llenando por todas partes esos espacios en la expansión física solicitada por el urbanismo.
La fotografía de la que hablo me permite acercarme visualmente a la edificación de la institución, descubrirla y darle sentido, vida, expresividad. Me comunica y me asombra, por el contacto, por ser lenguaje en toda su dimensión, por ser soporte de una historia que deviene tantas historias de la vida trujillana de años, en las que se cuentan sucesos y circunstancias que tienen que ver con la trayectoria socio- cultural de esta ciudad capitalina.
La fotografía estaciona al hospital en el año de su inauguración. Seguramente permaneció inalterado hasta que hubo necesidad de irlo modificando. Claro, si la acción urbana del hombre y de las sociedades es indetenible y se forja a medida de los requerimientos de la vida comunitaria. El cerro del fondo que aparece enteramente virgen, hoy está completamente urbanizado y densamente poblado. Hoy, desde allí, como elevada alameda se contempla toda la parroquia y buena parte de la ciudad. Y ahí abajo, la nueva dimensión del Hospital, los nuevos signos arquitectónicos de su modernización. No ya extendido como nació en su parte frontal, sino elevada su parte posterior, porque los nuevos signos del tiempo no fabrican la ciudad horizontal, sino en verticalidad siguiendo el modelo de la torre de Babel. Y en la parte de enfrente, en que miramos sólo el verdor de un prado y escasos arbustos, pronto en el tiempo, se construyeron edificios, como anexos del espacio que el destino de la urbe tenía destinado para los servicios de la sanidad y la asistencia social: la Unidad Sanitaria y el Banco de Sangre. Allí, en el frontis del bello edificio de la Sanidad, queda como signo del lugar, el hermoso logotipo en que se entrecruza el contenido SAS, que por años identificó al Ministerio de Sanidad y Asistencia Social.