Una de las mayores virtudes de un político serio es que no desmerita a su contrario. De un político serio, repetimos. Razón por la cual mostramos nuestro desacuerdo en calificar a Donald Trump como un demente, aunque, entendemos que algunos le endilgan esta condición psíquica, más en términos metafóricos que como un diagnóstico clínico.
No puede estar loco alguien que resultó electo para dirigir -por cuatro años- el destino de la mayor potencia militar del mundo, los Estados Unidos de Norteamérica. Nación que inspiró a Alexis de Tocqueville a escribir entre 1835 y 1840, la que ha sido su más citada y reconocida obra: La Democracia en América.
Pero, lo que sí es cierto es que, Donald Trump ha generado una gran incertidumbre, desasosiego, angustia, inseguridad y miedo en el orbe.
Y, tiene que ser así. Un hombre que se nos presenta aturdido por su exagerado hiperquinetismo, su incontrolable narcisismo y su incontinencia verbal, genera en cualquier ser humano normal profundas disfunciones emocionales. Trump no está loco, pero nos está enloqueciendo. Aunque a quienes más ha enloquecido ha sido a los propios estadounidenses.
En su empeño por devolverle a los Estados Unidos su condición de potencia hegemónica del mundo, ha creado varios “blancos” al mismo tiempo. Dispara sus amenazas sin orden ni concierto.
Trump no ha logrado entender que el neoliberalismo, que la absolutización del mercado, es un proyecto agotado. Que se lo tragó la misma globalización. Que no podrá ser reestablecido por vía de la fuerza. Y que, como ha sido demostrado, por más invasiones militares que realicen a lo largo y ancho de la geografía universal no lograrán ese objetivo.
Y no pueden lograrlo por una sencilla razón: no miran su interior. Actúan como si ellos no tuvieran problemas. Como si no tuvieran su propia crisis.
A este respecto bien vale la pena recordar que Jeffrey Sachs, economista estadounidense neoliberal, ha dicho que su nación padece una profunda crisis moral, de la cual “la élite económica y política cada vez tiene menos espíritu cívico”…, por lo que: “La crisis económica de los años recientes es reflejo de un profundo y amenazante deterioro de nuestra actual política y cultura del poder nacional”.
Pues bien, los problemas que hoy tiene el “gigante del norte”, no son menores. El ciudadano norteamericano no puede exhibir su bienestar con el orgullo de años anteriores. A partir de Reagan y hasta el presente, el poder del imperio se trasladó de Washington a Wall Street y las grandes corporaciones económicas. El gobierno ya no gobierna. Washington ya no controla la economía. La acción colectiva de la política federal se disipó. Y ello ocurrió, precisamente, cuando el gobierno tenía que hacer frente a los crecientes retos de la globalización, la crisis ecológica y el aumento de la inmigración. A partir de los años ochenta el poder federal pasó a ser controlado de manera determinante por el poder empresarial. La corporocracia se apoderó de la nación. Y donde más se sintió este absolutismo fue en la economía. La crisis del 2008 fue consecuencia de la misma.
Por eso Trump no está loco. Está buscando el camino para devolverle a su país el poder hegemónico. Aunque ha escogido el camino equivocado. El mundo unipolar no tiene retorno.
Lo que no ha logrado entender es que los pueblos del mundo son otros. Ya no se nos puede engañar con falsas promesas, con “espejitos”. Comprobado está que la búsqueda desenfrenada de riqueza y el consumo inagotable niegan la posibilidad de alcanzar la felicidad, son contrarios a una buena vida. Y nuestros pueblos quieren alcanzar el buen vivir.
@hugocabezas78