—¿Y qué van a hacer hoy? — le pregunté.
—Y qué vamos a hacer, amigo Daniel… Vamos a rezar— contestó, sonriente y despreocupado.
Qasimyan llevaba cuatro días encerrado en el aeropuerto que sirve a la ciudad de Caracas. Y sabía que le faltaban tres más.
Pero el que estaba desesperado no era él, sino yo.
Después de que las autoridades me negaron la entrada al país, me preparaba para pasar la noche en Maiquetía, el aeropuerto más importante de Venezuela, considerado por agencias de turismo como uno de los peores del mundo.
Era julio y había viajado a Caracas en vísperas de las elecciones de la Asamblea Nacional Constituyente, el polémico órgano elegido para modificar la estructura institucional del país.
Me dijeron que no podía ingresar por «no presentar reserva de hotel».
Me designaron un guardia, un «custodio». Pensé que estábamos solos. Me equivoqué.
«¿Quién te controla ti, mi amigo?»
No tardé mucho en descubrir que en mi misma situación estaban siete sunitas.
Originarios de un pequeño pueblo al norte de Pakistán, el grupo de musulmanes viajaba a este lado del mundo para impartir la fe.
«Nuestro jefe nos dijo que no habláramos con cristianos porque no se van a convertir al Islam, pero tú nos das confianza», me dijo Qasimyan, el que mejor hablaba inglés.
«¿Quién te controla a ti, mi amigo?», me preguntaba. «¿Por qué no consideras el Islam?»
Desde Islamabad, la capital pakistaní, viajaron a Estambul, en Turquía, y luego a Caracas como parada antes de llegar a Trinidad y Tobago, donde iban a pasar dos semanas.
Pero algo salió mal.
Ellos creen que una agencia venezolana los estafó con el pasaje de Caracas a Puerto España. Y se quedaron varados en Maiquetía, esperando el próximo vuelo programado a su destino.
Los pakistaníes necesitan visa para entrar a Venezuela y en el aeropuerto les dijeron que no les convenía salir, «porque es muy peligroso», así que resolvieron quedarse en la mezquita de dos metros cuadrados que hay en un pasillo de Maiquetía.
Los musulmanes me acogieron y querían que durmiera con ellos.
Llevaban cuatro días sin maleta, sin objetos de limpieza, con aire acondicionado inestable, con baños destartalados, sin moneda local.
Pero ellos estaban tranquilos, sin problema de llevar días sin bañarse, porque «Alá así lo desea», porque «Alá es sabio», porque «Alá proveerá».
Durante la semana les tocó hacerse amigos de gente que, como yo, los abordaba con curiosidad y resolvía comprarles algo de comida.
«Es la voluntad de Alá que te hayamos conocido, mi amigo».
Les impresionaba que el aeropuerto fuera «tan feo»: en cualquier otro, expresaron, «nos habrían dado un cuarto, nos habrían dado nuestras maletas, nos habrían mandado a un hotel».
Pero acá estaban ellos, con sus largas túnicas y sus barbas, sentados en el piso, comiendo de unas bolsas de plástico que tenían nueces, cereales y Pirulines, un dulce típico y delicioso de Venezuela. Sonrientes.
Tenían una ventaja sobre mí: en sus maletas de mano traían las sábanas que usan para rezar, por lo que podían dormir sobre ellas en una alfombra que, comparada con el piso del resto del aeropuerto, parecía una cama cinco estrellas.
El peor aeropuerto de América Latina
Hace no muchos años por las salas de espera de Maiquetía pasaban miles de pasajeros que viajaban hacia todo el mundo. Era el principal aeropuerto de América Latina. Llegaba el Concorde.
Pero hoy, luego de una crisis económica devastadora, apenas se ve gente en las horas de mayor auge y las tiendas parecen de decoración, porque los precios son inaccesibles para la gran mayoría de los venezolanos.
Según The Guide to Sleeping in Airports, un blog que reseña aeropuertos del mundo, Maiquetía es el peor aeropuerto de América Latina: a veces no hay agua, el aire funciona a ratos, entran perros callejeros y en él operan todas las lógicas de una economía tomada por los mercados negros.
En agosto, días después de que estuve allí, medios locales reportaron un tiroteo en el área de chequeo. Murió un abogado, presuntamente por «ajuste de cuentas».
En la noche que pasé en Maiquetía conocí a decenas de funcionarios que poco o nada tenían que hacer.
Se reunían alrededor de las torres de enchufes eléctricos a jugar con sus celulares y actualizar las aplicaciones, porque a esa hora la internet sí funciona.
Todos los que hablaron conmigo me daban una versión de lo que me pasó y lo que debía hacer: que «llama a tus contactos», que «no le pares, que mañana te dejan entrar», que «para qué vienes a este país».
«Los inadmitidos se portan mal»
El «custodio», una especie de vigilante que me acompañaba de un lado al otro, me fue designado por la aerolínea, por directriz de las autoridades.
Primero, de 8 de la noche a 7 de la mañana, fue José, un hombre humilde, pausado y educado que me llevó al lugar donde ubica a sus «cuidados», una de las pocas sillas que no tienen apoyabrazos (porque se lo quitaron) y uno se puede estirar.
Pero los zancudos me azotaron y tuve que encontrar al otro lado del aeropuerto una silla sin apoyabrazos en la que un maletero se despertaba de una plácida siesta con un venezolanísimo «¡háblame, varón!».
Ahí dormí un par de horas, hasta que llegaron las 7, hora de relevo de «custodio».
Así llegó, con full energía, con full ganas de hablar, con full ganas de vivir, Andrés, un flaco y florido joven que en dos bolsas cargaba los dos bananos y la empanada que esperaba desayunar a mi lado.
Andrés quería intermediar en todas mis conversaciones, acompañarme al baño, ser mi puente de contacto con Venezuela.
«Es que los pasajeros inadmitidos se portan mal, por eso es que a nosotros no nos gusta ayudarlos. Algunos les tienen miedo, porque pueden ser criminales, violentos», me dijo.
También me explicó -cruzado de piernas, con cierta arrogancia, con su walkie talkie y su chaleco bien puestos- que mi situación es usual: «Hay gente que se queda acá hasta un mes».
Cuando mi vuelo estaba confirmado y yo necesitaba una camiseta limpia porque la maleta quedó rezagada en Maiquetía dos días más, me acompañó a comprarla y me comentó sobre la que compré: «Esa está fina», «yo creo que esa, en small, es la perfecta para ti».
La franela llegó a un lugar privilegiado de mi closet.
De vuelta a casa, ya bañado y con mejor aliento, pensé en mis amigos musulmanes.
Por Whatsapp, tras dos semanas logré contactar a Qasimyan, quien tiene una íntima relación con su celular, por el que manda largos mensajes de voz del que todos sus «hermanos» participan.
Solo logré entenderles dos cosas.
Que a la vuelta de Trinidad pasaron dos días en Caracas, donde vieron una «ciudad hermosa, con gente hermosa».
Y que debo considerar a Alá.