Vivimos en un mundo en el que la competitividad forma parte de la vida diaria. Se nos educa para luchar y lograr obtener un cargo o una responsabilidad por tener mayores méritos que los otros competidores. Esto tiene dos facetas contrapuestas. Una positiva, la superación natural y la preparación adecuada para una determinada misión. Otra negativa, el hombre es un lobo para el hombre.
La competencia nos lleva a creernos o sentirnos superiores, o genera una actitud interna de desprecio a los que consideramos inferiores a nosotros. Una de las características de nuestra sociedad es la diversa valoración de los méritos para ocupar determinadas responsabilidades.
En el mundo político, generalmente priva lo ideológico, lo partidista, por encima de la capacidad, preparación y experiencia para ocupar un cargo. Ser del partido o cercano a los que manejan los hilos del poder es la mejor credencial para el ascenso independientemente de la aptitud para asumir una responsabilidad. En el campo gerencial, empresarial, priva en general, calzar los puntos exigidos para el éxito de la gestión. Estamos ante la valoración de las capacidades o aptitudes y de las oportunidades que no son iguales para todos.
El resultado está a la vista. El aumento de la desigualdad es producto de la diversidad de oportunidades de la gente que depende en buena medida del factor económico familiar o social. El acceso a una universidad de prestigio no está solo en las cualidades personales, sino en la capacidad de financiar unos estudios que no están al alcance de todos. «El primer problema de la meritocracia es que las oportunidades en realidad no son iguales para todos».
El último libro de Michael Sandel lleva por título «La Tiranía de la Meritocracia» y en él analiza en profundidad ese concepto, tan de moda en los últimos años, según el cual todo el mundo debe disfrutar de las mismas oportunidades, lo que en teoría garantizaría que los que lleguen a lo alto habrían conseguido el éxito por sus propios métodos.
La meritocracia es un ideal atractivo, añade, porque promete que si todo el mundo tiene las mismas oportunidades, los ganadores merecen ganar. Pero la meritocracia tiene un lado oscuro. Como las oportunidades no son realmente las mismas, los padres adinerados son capaces de transmitir sus privilegios a sus hijos, no dejándoles en herencia grandes propiedades sino dándoles ventajas educativas y culturales para ser admitidos en las universidades. Otro problema de la meritocracia tiene que ver con la actitud ante el éxito. La meritocracia alienta a que quienes tienen éxito crean que éste se debe a sus propios méritos y que, por tanto, merecen todas las recompensas que las sociedades de mercado otorgan a los ganadores.
En nuestra sociedad existen dos situaciones que conviene analizar. Se tiene la aprensión de que quien no tiene un título universitario es señal de minusvalía. Ser doctor, no importa en qué rama, es mejor visto que poseer dominio y competencia para un oficio intermedio. En Venezuela hay más médicos que enfermeras, y más ingenierios que maestros de obra calificados. Es una distorsión grave sobre el valor del trabajo. Proliferan los abogados y escasean otras especialidades más necesarias para el desarrollo armónico del país.
Otro problema es el incentivo a la mediocridad. Por populismo se premia por igual al que estudia como al que es flojo. Para qué estudiar si me tienen que pasar porque sí al nivel superior. El resultado está a la vista. Se adquiere un cartón, un diploma vistoso que no refleja la competencia en el ejercicio del triunfo obtenido. En lugar de ayudar al progreso nos conformamos con lo mínimo, con vegetar y sobrevivir. En Estados Unidos y en Gran Bretaña, casi dos de cada tres personas no tienen un título universitario. Entre nosotros se han multiplicado las universidades pero los institutos universitarios o de capacitación para el trabajo sufren de mengua.
Debemos concentrarnos centrarnos más en la dignidad del trabajo y menos en preparar a la gente para la competencia meritocrática. Hay que impulsar medidas y políticas que hagan la vida mejor y más segura para los trabajadores, independientemente de cuáles sean sus logros y títulos académicos. La pandemia de coronavirus ha revelado la importancia fundamental que tienen para la sociedad muchos trabajos que sin embargo están muy mal pagados.
El Papa Francisco nos llama insistentemente a cuidar la fragilidad, prestar atención a las nuevas formas de pobreza y fragilidad. “¡Qué lindas son las que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro!”
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