La grave crisis que desmorona y destruye la venezolanidad es mucho mayor que la catástrofe social, económica y política que estamos viviendo. Se nos está arrancando a pedazos la dignidad que nos otorga la honestidad, el respeto a la vida y a una vida digna producto del trabajo tesonero y respetuoso al que todos los seres humanos tenemos derecho.
La corrupción va más allá del apropiarse indebidamente de los bienes de los demás. Cuando se nos roba la posibilidad de la decencia, se nos prostituye a lo más abyecto, al comercio de nuestro propio ser. Una de las “industrias” que producen ganancias incalculables a las mafias de desalmados que trafican con las personas, no tiene otro calificativo sino el de delincuentes sin entrañas. Los datos ciertos que ponen a nuestro país en los primeros puestos de la trata de personas, de la explotación sexual y laboral, del comercio indiscriminado con jovencitas y menores, llevados bajo engaño o seducidas por el ofrecimiento de una vida mejor, es un crimen de lesa humanidad.
Las noticias de lo que está sucediendo en el oriente del país, en Güiria, como “centro de acopio” a donde llegan jóvenes de todo el país, bajo la máscara macabra de una oportunidad de empleo en el exterior, esconde el sórdido negocio de vender la carne humana como mercancía para el abuso y la manipulación esclavista. El extravío y supuesto naufragio de embarcaciones que llevan a las islas vecinas de Trinidad y Tobago a decenas de jóvenes, no son más que mercaderes sin escrúpulos que están destruyendo personas, sumiendo a las madres y familiares en la angustia de no saber si sus hijos o hijas están vivos o muertos, ni si su paradero es un paraíso o el infierno de ser vendidas como carne humana para el consumo de ese turismo de placer del que se aprovechan personas sin principios, deseosos de satisfacer sus instintos más bajos.
Las cifras que recogen las organizaciones que se ocupan de los derechos humanos arrojan números que parecen fantasiosos, pero no, probablemente se queden cortas. Se habla de más de 185.000, léase bien, ciento ochenta y cinco mil, venezolanos/as que están sometidos a la trata de personas. En un país donde no hay trabajo digno porque las trabas son enormes para cualquiera que pretenda emprender algo, pululan mafias que operan a sus anchas sin que haya autoridad que se encargue ni siquiera de averiguar. Hay hasta magistradas que defienden el que cada quien puede hacer con su cuerpo lo que quiera, hasta venderse al primero que se acerque, queriendo esconder el terrible drama social que lleva a la juventud a aventurarse a lo que sea porque aquí no hay futuro promisor.
El comportamiento de las autoridades todas en el oriente sucrense, según los testimonios de madres desesperadas por no conocer el paradero de su prole, lleva a la convicción de la existencia cómplice de quienes tienen el deber de velar por la integridad física, espiritual y moral de la población.
Destruir lo más bello que tenemos, una juventud sana y alegre, emprendedora y soñadora, por una población vuelta una piltrafa humana nos hace exclamar de nuevo que es moralmente insostenible, reprobable desde todo punto de vista, que nos tiene que buscar un cambio de rumbo total para que no desaparezca Venezuela a manos de quienes sólo se ocupan de permanecer en el poder, sin importarles en absoluto la vida humana de los pobres y excluidos. Como ciudadanos y creyentes tenemos la obligación de trabajar para que no desaparezca la Venezuela noble y honesta. Unimos nuestras voces a las lágrimas y el dolor de las madres que nos contaron la historia de sus hijas, reflejo de la de miles de madres huérfanas de sus seres queridos.