Vivimos en un mundo acelerado. El tiempo nos devora por lo vertiginoso que no nos da tiempo para nada. Por eso nos desanimamos con mucha frecuencia porque el futuro pareciera no existir. Todo hay que conseguirlo, disfrutarlo, padecerlo ya. No hay tiempo para reflexionar, la irracionalidad se apodera de nuestro ser dando paso a la emocionalidad que es bien manejada por quienes pretenden dominarnos, esclavizarnos sin importarles la calidad de vida, ni siquiera la existencia de los demás. Vivimos bajo el poder de la propaganda, de los miles de mensajes contradictorios de las redes y bajo los intereses de grupos económicos, sociales y políticos.
La libertad es casi una falacia en este escenario, de allí la importancia de aprender a cultivar el discernimiento, la capacidad de escoger y decidir por nosotros mismos. Hay que ser conscientes de que el cambio de época, la globalización de todo, de lo bueno y de lo malo, marca parámetros diferentes a los de décadas atrás. Mientras más se proclaman los derechos humanos a nivel universal y quedan escritos en proclamas y en leyes universales y locales, aumenta de forma exponencial la explotación del ser humano. Es el gatopardismo al que alude con frecuencia el Papa Francisco. Cambiamos para que todo siga igual y con ello se quiere acallar la conciencia.
Ejemplos sobran en la cotidianidad de nuestro país, bajo la peor crisis de su historia. Se afirma que una gabarra se hundió en las inmediaciones de la península de Paria rumbo a las Antillas menores y que sus ocupantes perecieron en el mar. La desidia de las autoridades ha sido notoria tanto para salir a la exploración y rescate como para informar con veracidad. Pero hay sospecha fundada de que estamos ante el abominable crimen de la trata de personas. Muchachas engañadas o seducidas para el lucrativo negocio de la prostitución.
Existen dos países. Uno es la capital, mimada en lo posible, para que sea la ventana de un país donde hay escasez, pero no tanto. Se afirma que los males se deben exclusivamente a las sanciones como si en estos veinte años habíamos estado en el paraíso de la felicidad y todo es responsabilidad de otros. Pero basta con salir unos cuantos kilómetros de la capital para empezar a notar que la escasez es total. Escribo esta crónica desde Mérida donde el tráfico ha desaparecido porque las colas en las bombas de gasolina son kilométricas y hay que esperar hasta días para llenar el tanque. Mientras, no se puede trabajar, hay que esperar. El colmo es que bajo la mirada fantasmagórica de no se sabe quien todo se consigue pero a precios internacionales. Un dólar por litro y hasta dos. Es decir, en estos momentos, el combustible en la Venezuela interiorana es más caro que en cualquier otra parte del planeta.
Mientras, no hay tiempo sino para la supervivencia. Así se aplaca el interés real, mejor la necesidad de salir de este marasmo. Crece la indignación, se sigue yendo nuestra gente a cualquier parte fuera de nuestras fronteras, aumentan las personas con depresiones de todo tipo. Se mueren nuestros niños de mengua, y quienes se quedan sin afectos y sin el calor del cariño, tienen la tentación del suicidio o del echarse a morir lentamente.
La responsabilidad ciudadana y cristiana nos llama a ser protagonistas de nuestro presente y futuro. La esperanza se construye desde el asumir la cruz como camino de resurrección. No tenemos, no podemos tener, vocación de esclavos sumisos, sino de ciudadanos libres con la responsabilidad de sentir y acompañar a los otros con espíritu fraterno. Que el torbellino del tiempo no nos arrastre y nos devore, sino que se convierta en brisa sanadora para avizorar el futuro que soñamos.