Son muchas las angustias que pesan sobre la humanidad que han sido puestas al descubierto por este virus que ha sido capaz de desnudar al mundo entero, sobre todo, dejando a la dirigencia mundial, -la política, la económica y la comunicacional-, sin argumentos serios para sostener las posiciones que parecían dogmas inamovibles. Con razón, el Papa Francisco, desde el comienzo de la pandemia, ha hecho un llamado a redimensionar el futuro, porque nada será igual en la postpandemia. Más aún, se debilita el sistema mundial, con la espada de Damocles cayendo como una guillotina, primeramente, sobre los más débiles y vulnerables.
No escapa la realidad venezolana a los nocivos efectos de la pandemia. Peor, nos toma con una grave debilidad estructural por la crisis interna que nos convierte en un paciente débil y a la deriva. Cabe preguntarse si el liderazgo está a la altura, y todo parece indicar que no por la miope visión que los encierra en cuidar sus intereses, reales o deseados. No es una acusación a la ligera, pues la falta de credibilidad y confianza de la población es claro índice de la falta de respuesta a las urgencias de la vida cotidiana: calidad de vida, libertad y carencia de solidaridad para buscar respuestas consensuadas, compartidas con la participación de todos los sectores sociales.
El papel de la Iglesia en este contexto se vuelve más retador. En primer lugar, sería iluso pensar que estamos por encima del bien y del mal, que la crisis no nos toca, y que podemos seguir haciendo lo de siempre. La reingeniería que obliga a revisar valores, planes, comportamientos, es tarea que nos incumbe también a quienes tenemos el liderazgo moral-religioso, incluidos los credos serios que conviven en nuestro suelo. Atisbar el futuro, pensar e idear el futuro, discernir con esperanza poniendo el centro de cualquier reflexión o propuesta a la periferia, a los pobres, a los más débiles, es exigencia de la convivencia social y de la fe cristiana que hace de la caridad, el servicio samaritano, el perdón y la ayuda sin distingos, el cumplimiento del precepto del amor al prójimo.
Hemos sido críticos del régimen, no por oposición partidista, sino por ser conciencia viva de los valores que dimanan de la dignidad de la persona humana como primer connotado de la política bajo todas sus dimensiones. Remitirnos a los documentos del último medio siglo es signo de libertad de espíritu, ajeno a toda parcialidad. No es fácil, porque cuando se tocan intereses adquiridos, el escozor brota por los poros y la descalificación surge como el arma preferida para descalificar. Sin moral y luces, sin ética con trasparencia y verdad, es imposible construir y mantener una sociedad democrática, igualitaria, pacífica.
“El objetivo de la Bioética siempre ha sido aglutinar a verdaderos creyentes capaces de percibir la necesidad de atender al futuro y de cambiar la orientación actual de nuestra cultura, y que puedan influir en los gobiernos, tanto en el ámbito local como en el global, para conseguir políticas públicas que garanticen ese futuro. El fracaso del liderazgo -político, social y religioso- para desarrollar un sentido de integridad y de responsabilidad en las nuevas generaciones constituye una de las grandes lacras de nuestra época. Una sociedad sin motivación para la transformación social y la lucha contra las injusticias está abocada al más absoluto fracaso”.
El discurso de la dirigencia política gira en torno al poder y a la ideología. Interesa, en primer lugar, mantenerse, la gente va en segunda línea, y solo se le pide aguante para que aprenda a echarle la culpa a entelequias invisibles como el virus. El gobierno es absolutamente “partidista”, decide y habla con los suyos y con quienes califica unilateralmente como del otro bando. La oposición, sin propuesta, mirando más a su “parcialidad” que al todo. Se mueve al ritmo de las estrategias, bien pensadas y mejor presentadas, picando el anzuelo de ser reactivo y no propositivo.
Es el momento de tomar en cuenta a “la sociedad civil” en su multiforme expresión para que sea también motor del cambio requerido, sin excluir, al contrario, para apuntalar, el necesario y urgente
cometido que le corresponde a los partidos políticos. La desesperanza que cunde en la población es producto en buena parte, a la parálisis producto del control social (represión, colas interminables que matan el tiempo útil de las personas), y, en las divisiones intestinas del sector opositor, pensando en su parcelita y no en el todo.
Seguir por donde vamos, nos conduce a un abismo cada vez mayor. Que muera nuestra gente, de mengua o del virus, da lo mismo. Que no se vea el futuro, no es ceguera, es que no hay camino trazado que nos indique que vamos, que podemos ir, por una senda mejor. No existen recetas prefabricadas, pero sí hace falta una buena dosis de tolerancia, de coraje, de desprendimiento, para que podamos atisbar una Venezuela mejor y no un país deshilachado sin visos de progreso auténtico y de convivencia fraterna. José Gregorio Hernández es buena pista para recoger su herencia triunfar en medio del atraso, con pasión, con fe profunda y con auténtico amor al prójimo.