La crisis nos obliga a cambiar drásticamente nuestra forma de vida. Por un lado nos pone en tareas para la mera sobrevivencia, en rutinas que nunca imaginábamos que haríamos. Gastamos tiempo, dinero y pasamos angustias en diligencias antes insólitas. Por otro lado vamos ganando otras formas de ser, convivir, sentir y de pensar. Las largas horas sin luz dan tiempo para estar con la gente cercana, conversar, meditar o escuchar el silencio. También para sufrir juntos. O en soledad. Se piensa en los seres queridos que se fueron. O en los tiempos de antes no tan malos como uno creía.
Pero hay cambios que eran necesarios aún sin el látigo de la crisis, por demandas más profundas. Pues estos demonios que convirtieron a Venezuela en este infierno no son exclusivos de este país tropical. El mundo se sacude en cambios tan grandes y veloces para los cuales la naturaleza y el hombre no están preparados. Si bien se avanza en la reducción de la pobreza, crece la desigualdad, el calentamiento del clima, el retroceso de los bosques y la escasez del agua. También crece la codicia, el autoritarismo y la concentración del poder.
Primero es darnos cuenta del potencial de la crisis. De las posibilidades de transformarnos y transformar el entorno. Nuevas formas de ser, convivir, sentir y de pensar son necesarias. Aquí y en todas partes. ¿Podremos conectar la necesidad del cambio personal y local con el cambio planetario?
Seguramente de esto saldrán personas mucho mejores que lo que eran. También peores, no cabe duda. Pero aquí en la terrible circunstancia que estamos viviendo, podemos renacer distintos. Podemos en vez de irnos a otro país, cambiar el nuestro. Hacer del trabajo, la modestia y solidaridad los nuevos valores predominantes. Podemos inventar una nueva forma de habitar nuestros lugares, de convivir con el vecindario, de cuidar el entorno, de mirar y sentir la realidad. Quizás una manera es mejorar y ampliar las conversaciones que están naciendo en estas convivencias obligadas sin luz y sin transporte, donde somos más humanos y nos sentimos más frágiles.
Transformar los estados de ánimo negativos como el miedo y la angustia no es fácil, pero como alteran la comunicación, la solidaridad y cierran posibilidades, debemos encontrar las maneras de transformarlos en estados de ánimo positivos que abren posibilidades. Cultivar comunidades y redes, buscar familiares y amigos hacer cosas que nos gusten y sean útiles. Hacer de nuestro lugar un ambiente grato. La crisis nos obliga a cambiar. Ya somos otros, y “todo será para el bien”.