Francisco González Cruz
El agricultor es el elemento más débil de la compleja red alimentaria. Está condenado a estar atado a casi todos los factores que influyen en su diaria labor de producir alimentos: el suelo, el clima, el agua, los insumos, el laboreo, el financiamiento, los intermediarios, la burocracia y las tramitaciones, las alcabalas, los consumidores y hasta la suerte. Incluso a ciertos fanáticos “ecologistas” que nunca han sembrado una mata. Y a políticos que trazan las estrategias públicas sin idea de cómo funciona el campo. De allí viene el dicho, de origen francés y con el perdón de las damas: “Hay tres maneras de arruinarse: La más placentera, las mujeres. La más rápida, el juego. Pero la más segura, la agricultura”.
La agricultura y el agricultor, campesino o no, es decir que viva en el campo o en el pueblo, es una forma de vida. No es un oficio o un trabajo cualquiera, que se pueda cumplir de lunes a viernes, de 8 a 12 y de 2 a 6, que pueda exigir la reducción de los días laborables o que se pueda ejercer por Internet. Es una labor de tiempo total, de día y de noche, que exige estar pendiente de todo, así no se esté en la parcela arando, sembrando o cosechando.
Si se tiene un “corte” de hortalizas, llueve y luego hace sol, hay que salir corriendo a curar para los hongos no destruyan la cosecha. Cae una plaga de insectos hay que caerle rápido para que no se coman las matas. Llega una bandada de pájaros y hay que espantarlos para que no dejen el maíz en pura tusa. Que la pistola de riego, que el canal del agua, que los animales, que demasiado sol, que demasiada sombra, que la luna menguante o creciente y paremos de contar. Hay que estar pendiente de todo, aún se esté en una grata conversación con la familia o los amigos, saboreando un cafecito.
Exige conocimientos especializados que se adquieren fundamentalmente en la experiencia acumulada, heredada de los mayores o de la vida cotidiana, aunque en casi todos los países existe la llamada extensión agrícola, destinada a ayudar a los agricultores a mejorar sus técnicas, un servicio que se acabó en Venezuela desde que llegó la “revolución bonita”.
Bueno, la cosa no debe estar muy buena en los países desarrollados, si juzgamos por las gigantescas y contundentes manifestaciones que vemos en Europa realizadas por los agricultores, agobiados por las malas políticas trazadas por burócratas que sabrán de comercio pero de agricultura no, las largas y complejas tramitaciones para todos los permisos, por los bajos precios que les pagan frente a los altos que los consumidores pagan en los mercados. “Detener estas leyes locas” es uno de los principales gritos que se escuchan.
Que tal sería por estos lugares nuestros, donde el desamparo de agricultores y campesinos es total, y la agresividad de las alcabalas es tan grande que pareciera ser que el gran enemigo es el que produce alimentos. Sumémosle el estado de las vías, el pésimo servicio eléctrico, la caída del consumo, le emigración de los muchachos, el costo de los insumos casi todos manejados por monopolios trasnacionales y mil circunstancias más.
“La alegría de la tierra” es el título de una de esos grandes libros que escribió Don Mario Briceño Iragorry. Hoy titularía: “La angustia de la tierra”.