David Uzcátegui
La decisión del Comité del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Unesco de inscribir el joropo venezolano en su Lista Representativa es, más que un reconocimiento cultural, un alivio emocional para un país que ha terminado por acostumbrarse a recibir noticias amargas. Es un respiro colectivo, una pequeña celebración que trasciende la política y la coyuntura.
Desde Nueva Delhi, donde se adoptó la medida durante la vigésima sesión del organismo internacional de la cultura, el joropo obtuvo el estatus universal que muchos venezolanos sienten desde siempre: el de ser una tradición que late en cada rincón del país, desde las faenas del llano hasta los patios de las casas en las ciudades.
La decisión reconoció el valor de esta expresión festiva que, más allá de la música, constituye un complejo sistema de saberes que integra poesía, danza y artesanía, fruto del sincretismo entre las culturas indígenas, africanas y europeas.
Este reconocimiento tan simbólico, tiene un profundo impacto sentimental para una nación que muchas veces se ha visto obligada a reconstruirse desde lo intangible: sus afectos, su memoria, su música.
Pocas expresiones sintetizan tan bien la historia del país como este género fruto de un sincretismo entre culturas indígenas, africanas y europeas. Y un contexto global de tensiones, conflictos y crisis hace aún más simbólico que Venezuela aporte a la humanidad una expresión que nació precisamente del encuentro, del intercambio y del mestizaje.
Aunque el arpa, el cuatro y las maracas son sus íconos más visibles, la práctica varía según la geografía, incorporando desde la bandola y el violín hasta el acordeón.
El joropo no es solo música: es una mirada al país que fuimos y nunca dejaremos de ser. Es una fiesta, un ritual y una crónica oral que acompaña desde el ordeño en los llanos hasta los bautizos, promesas religiosas y celebraciones familiares. Es también un lenguaje común entre venezolanos dentro y fuera del país, un sonido que basta escuchar unos segundos para sentir hogar, incluso en la distancia.
En tiempos de polarización, que el joropo obtenga este reconocimiento es una oportunidad para reencontrarnos en algo que no divide. Porque el joropo pertenece a todos los venezolanos, independientemente de sus posturas. Su esencia es comunitaria. Su historia se formó en los llanos, en encuentros en los que nadie preguntaba por ideologías, sino por compases y décimas.
Paradójicamente, aunque forma parte del ADN venezolano, el joropo no ocupa hoy un lugar central en la vida urbana. Artistas como la cantante Annaé Torrealba —heredera de la obra de Juan Vicente Torrealba— han insistido en que la música tradicional necesita mayor divulgación, especialmente en las ciudades donde las emisoras suelen relegarla a horarios de madrugada.
Torrealba celebra la noticia como un impulso necesario para acercar esta tradición a las nuevas generaciones. Tiene razón: el folklore es un patrimonio vivo que solo se preserva si circula, si se baila, si se canta. Sin espacios, sin tarimas, sin programas educativos que lo incorporen, la tradición corre el riesgo de convertirse en una pieza de museo en vez de una práctica comunitaria.
Una de las razones por las que el joropo merece este reconocimiento es su capacidad de adaptación. Sus variantes —llanera, oriental, central, andina— muestran cómo la música se moldea según la geografía y las vivencias de quienes la interpretan. El arpa, el cuatro y las maracas conviven con la bandola, el violín y hasta el acordeón en algunas regiones.
El zapateo, ese golpeteo firme sobre la tierra, es una metáfora perfecta de la resiliencia venezolana: un acto de resistencia que marca el ritmo de la comunidad, que exige sincronía y equilibrio entre la pareja, que transforma la dificultad en arte.
La inscripción del joropo como patrimonio de la humanidad no solo honra al país. También lo compromete. Reconocerlo es fácil; preservarlo es la tarea real. Y eso implica políticas públicas, apoyo al sector cultural, espacios para la enseñanza, difusión en los medios y una valoración sostenida de nuestras raíces.
En 2024, Venezuela ya había sumado a la lista internacional el casabe dentro de una candidatura multinacional. Ahora, con el joropo, el país vuelve a recordarse a sí mismo que su riqueza cultural es vasta, diversa y profundamente humana.
En medio de la incertidumbre del día a día, el joropo vuelve a sonar como una invitación a la unidad. A recordar que, pese a todo, seguimos teniendo un compás común. Y que, más allá de las crisis, sigue latiendo una identidad que nadie ha logrado arrebatarnos.
Porque si algo demuestra este reconocimiento es que, incluso cuando el mundo parece desmoronarse, siempre habrá un arpa, un cuatro y unas maracas dispuestas a recordarnos quiénes somos
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