Jardín sin rosas

Los pocos recursos y lo costoso de los tratamientos y operaciones no permitieron luchar contra ella, una silla de ruedas fue la única opción, pero ni en eso se obtuvo una victoria

Siempre sembrará su jardín

 

Luis Rivero / ECS
@Luigi96rivero

 

A un costado de la vía, cruzando un camino de tierra amarilla, estaba la casa. Una construcción cuadrada, con el techo apenas inclinado hacia adelante, cuyas paredes de color azul parecían haber estado pintadas así desde siempre.

Custodiando la caminería, un jardín lleno de helechos, arbustos y plantas medicinales, dirigían nuestro recorrido. “Rabo ‘e ratón para el sarpullido. Agüita milagrosa para lavar escaras y sábila para las cicatrices y las escaldas”, comentaba Legma, quien visitaba desde hace más de un año aquel lugar. No había ninguna rosa, tampoco flores o arbustos ornamentales, solo la aparente necesidad de espantar a las enfermedades.

Mientras nos acercábamos a la puerta el olor a campo nos recibía. Los pollos y las gallinas se escuchaban a lo lejos y la brisa fresca mezclada con la sombra de un mango me hizo olvidar que estábamos en un caserío urbano a las orillas de la ciudad.

 

La silueta en la silla

“Me agarraron saliendo del conuco -exclamó Dori, mientras intentaba sacudirse la tierra de los pantalones- pasen, siéntense”, dijo la señora, al mismo tiempo que abría la reja para dejarnos entrar.

El interior de la casa era justo como me lo imaginé al verla desde afuera: una sala grande y fresca, separada de la cocina por una pared a medio alzar, de patio grande y arbolado, con los cuartos a los costados y con las historias familiares estampadas en cada rincón de ella.

Rayones de colores en las paredes contaban las travesuras de los niños que allí habían vivido, golpes en las ventanas, los azotes del viento en las tardes calientes de julio, cuadros colgados, los recuerdos de los días felices y también de las nostalgias más profundas, y una silla, no una normal, una de ruedas, con la silueta de su dueña impresa, el motivo de nuestra visita.

 

Las espinas de una rosa

Días antes de ir a aquella casa, escuché la historia de Yohanny, la niña de la silla de ruedas. Me explicaron su diagnóstico: hidrocefalia congénita y mielomeningocele. Ambas enfermedades fuertes y desgastadoras; y aunque la primera no había trascendido mucho, pues en sus primeros meses la pequeña había recibido una operación destinada a colocar una válvula en su cabeza que solucionase el problema, la segunda si había logrado avanzar y hacer daño.

Durante 14 años la válvula correctiva ha funcionado bien, lo que disminuye los riesgos de la hidrocefalia, sin embargo, la lucha contra el mielomeningocele ha sido tan fortuita. Los pocos recursos y lo costoso de los tratamientos y operaciones no permitieron luchar contra ella, una silla de ruedas fue la única opción, pero ni en eso se obtuvo una victoria, pues todas las sillas que ha usado son muy grandes para ella, lo que ocasionó que su columna se desviara más rápido y a tal punto que pusiera en riesgo el funcionamiento de su pulmón derecho y otros órganos.

Además de lo físico, le tocó vivir la separación de sus padres cuando ella tenía solo 5 años, y el abandono de su madre 2 años después. Su abuela Dori es quien se ha hecho cargo de ella y de su hermana Yosmely, quien es 4 años menor.

Con ese escenario en la mente me encontraba aquella tarde cuando visité la casa del azul eterno, sin más expectativas que encontrar a una niña, una rosa, cuya vida le había previsto muchas espinas.

 

Las huellas de un ángel

Hacía más de una hora que me encontraba allí y aún Yohanny no salía del cuarto. Desde que llegamos había estado comiendo, y no quise interrumpirla. En un momento Doris se levantó y como si hubiese escuchado un susurro en la distancia dijo, “ya la niña me está llamando”. Se levantó, echó a un lado la cortina que le servía de puerta al cuarto, cargó la niña en su pecho, como si cargase a un recién nacido, y la llevó a la sala.

Aún tenía su pijama puesto: un mono rosa con flores y una franela fucsia. Me presenté y escuché su nombre, no era la voz que me había imaginado, era dulce, sí, pero no débil, tenía mucha energía y vigor.

Sus ojos tampoco eran los mismos, no se apagaban, ni desvanecían, eran luz inmaculada y perpetua.

El diagnóstico estaba, la silla de ruedas estaba y sí, los problemas también. Pero más visibles que éstos era su sonrisa, esa que no descansaba, que superaba el dolor, la incomodidad, las deficiencias físicas, el abandono, la tristeza, las espinas.

En el tiempo que estuve hablando con ella, no percibí una queja. Sonreía al contarme que estudiaba sexto grado, que quería ganar una competencia de ajedrez para dedicarle el trofeo a su tío, que le gustaba la pasta, que tenía de mascota un chivo, sonreía porque sí, porque era mejor, porque su abuela la abrazaba, porque su hermana jugaba con ella, porque vivía. Sonreía porque dentro de todo se puede ser feliz.

 

Una imagen

Un ángel, esa fue la imagen que le coloque a su diagnóstico en mi mente, un ángel que no necesita caminar pues tiene alas, que sus huellas no son en la tierra amarilla de su jardín, sino en el cielo que ilumina para quienes la rodean. Y puede que no tenga rosas para su jardín, pero no por ello dejará de sembrarlo.

Sus huellas perduran en su huerto
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