De asuntos históricos
Pórtico:
Las ideas nuevas y civilizadoras siempre se han impuesto donde quiera. La historia, la severa historia, nos lo enseña. Las retrógradas, las cuales no á regenerar, sino á oscurecer, esas jamás triunfarán. No pueden avanzar ¡Por ley natural tienen que eclipsarse, ó morir, como se apaga una débil llama sin combustible que la alimente, ó como se muere una miserable larva sin llegar a mariposa. Los ideales nuevos y levantados tienen que surgir e imponerse, porque van de acuerdo con las leyes propulsoras del progreso. La Justicia, como el Derecho y la Razón, destellos de la suprema intelectualidad, implantándose – cada vez mejor- empujarán el poderoso carro de la civilización, que conduce a los hombres a la frontera del bien. Y no lo dudemos: la humanidad llegará –en no lejano día- á ese hermoso imperio donde brillará espléndidamente el sol de la verdad y la civilización. (Rafael María Altuve. (1907)
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El contexto trujillano, lo que pudiéramos llamar “La Trujillanidad” dentro de una definición social, vendría a ser ese cúmulo histórico dado por la convivencia ancestral de los pobladores, hombres y mujeres, inteligentes y libres, actuando en una cooperación común; de una manera estable a la consecución de bienes compartidos con unas normas y valores comunes dados por la tradición. La tradición trujillana es la reunión permanente de muchos seres humanos que han aunado sus esfuerzos y coadyuvado sus intereses individuales y colectivos al logro total de bienes necesarios y convenientes a todos ellos. A través de ese proceso llamado historia, la sociedad trujillana ha conservado las características que la definen y le dan visos de entidad política; la conservación de sus formas y derechos naturales, entre otros: la libertad, la emancipación, la propiedad y hasta la resistencia opuesta a agresiones de distintos signos, como los intentos de despojo de su territorio, la dependencia política y administrativa de otros estados, la penetración cultural, el arrebato de organismos e instituciones, entre otros oprobios.
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Un hecho relevante, sin duda, dispuesto como nuevo programa del Centro de Historia del Estado, lo constituye la creación y exhibición del SALÓN DE LOS TRATADOS, el cual comienza a funcionar en uno de los espacios de la institución. Se crea para concentrar, más que todo, los testimonios escritos y gráficos sobre tan relevantes sucesos de nuestra historia regional con proyección nacional, y aun, internacional. Quizás fue los Tratados de Trujillo, uno de los acontecimientos de la época de la Independencia que más sentido internacional tuvo y tiene; pues allí germinó el Derecho Internacional, con derivaciones que, justamente, crecen con el tiempo y se sostienen con plena actualidad y vigencia en la actualidad.
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El mismo Briceño Iragorry, a quien se impone citar constantemente por su guiatura intelectual, asienta: ” Sin que signifique fetichismo bolivariano alguno, considero que una verdadera teoría de lo venezolano reclama como paso previo una teoría de Bolívar, en el orden constructivo –y aun en el orden destructivo- de la nación, que la salud de la Republica impone una explicación cabal del pensamiento y de la intención del Libertador”. Recordar a Bolívar es traer su palabra constructiva, generadora e idearia. Es retornar su gesta como la mayor profecía venezolana; mantenerlo flotando en el tiempo como una potencia de venezolanidad; como una manera de vivir y de ser, con un pensar profundo sobre el mejor destino de la Patria que nos dio liberada. Una teoría de Bolívar que nos obligue a hurgar en el proceso nacional hasta descubrir lo que es necesario para tener y engrandecer ese sentido de venezolanidad.
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Mucha importancia concedía el gobierno del Estado, año 1926, al “Teatro Sucre”, en funcionamiento en nuestra ciudad. Por cierto, este magnífico exponente de nuestro hacer cultural, estuvo situado en el lugar que hoy ocupa el Grupo Escolar “Estado Carabobo” (calle Independencia). Todavía existen autores que escriben de la gran labor cultural-artística que se cumplió en ese histórico centro que desapareció inexorablemente, y que fue durante los años de su existencia de gran importancia para la vida espiritual de los pobladores de la ciudad. El Teatro “Sucre” fue epicentro de actividades culturales y de otros muchos hechos de interés comunitario en aquellos años, entre las décadas del veinte, treinta y cuarenta (1926- 1943). Cumplió su cometido a cabalidad, dejó una estela de nombres y realizaciones como empresa de civilización y de cultura. Fue una obra artística y arquitectónica que ayudó a definir el perfil de la trujillanidad. Tiene una biografía que se le podría explorar para revitalizar sucesos interesantes del espíritu regional.
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Carmania es inmensa en el significado histórico regional. Su silencio y su bucolismo dieron con la guerra a muerte un lenguaje épico que hizo trazos una situación de calma, de pérdida, y abrió otros senderos cruentos en la lucha por la Independencia venezolana, de ahí su gloria y su virtud como patrimonio; el porqué de su nombre entre los lugares geográficos destacados en la historiografía regional…En el vientre de esta casona estuvo el Libertador. Ya eso basta para eternizar el sentido de esta casa en la formación espiritual de la venezolanidad. Carmania surge positivamente en la hora de la incertidumbre, en la hora de la victoria, en la hora de la coronación. Esta casa guarda para siempre la presencia de Bolívar en Trujillo. Esa es su importancia manifiesta.
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¿Qué es Carmania? Es la casona de una hacienda situada a escasos minutos de Valera. Subida para ir a otras tierras cercanas, o llegada a la ciudad que permanece abierta. En la antesala de Mendoza, tierra del prócer Antonio Nicolás Briceño. Hoy, a mucho tiempo en años, es una antigua casa: “una valiosa joya arquitectónica que ha pasado a la historia por la trascendencia de haber albergado al Padre de la Patria, en la víspera de la firma del Decreto de Guerra a Muerte, en 1813”.
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Sin historia no hay pueblo posible. Sin pueblo no hay historia posible. Qué sabia es la naturaleza humana. En este sentido, afirmaba una vez el historiador Rafael Armando Rojas, lo siguiente: “Los pueblos sin historia son como árboles sin raíces”, para dar a entender la conveniencia del mantenimiento de la memoria colectiva, la colección y preservación de aquellos documentos sustanciales a la vida de la comunidad, y de otros hechos que contienen los rasgos socio-históricos fundamentales. Las comunidades que se desentienden de las cuestiones históricas están dejando de lado su propio destino, y sujetas a desaparecer o, al menos, a ser penetradas por otras culturas y formas de vida distintas a las suyas. Por eso, tiene que existir una obligante preocupación social e institucional por la historia local, regional y nacional, para que el espíritu del tiempo gravite permanentemente sobre los pueblos. Hay que conservar las raíces de nuestro pasado, para hacer profundo el árbol de la nacionalidad, y con ello, que sean incapaces fuerzas extrañas de doblegarnos ni debilitarnos. En tal sentido, afirma el doctor Rojas: “Los pueblos sin memoria están expuestos a toda influencia de tipo extraño, existe el peligro de que se pierda la identidad nacional. La conservación del Patrimonio Histórico tiene una significación mucho más profunda y es precisamente esa: conservar la identidad nacional, conservar nuestra memoria de pueblo, afianzar nuestras raíces de nación libre y soberana.”
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Trujillo, la Ciudad Pacífica, ha tenido siempre en la historia nacional los signos de la Paz. Este valle ha sido fecunda tierra de paz y laboriosidad. La pureza de corazón de sus habitantes ha permanecido apegada a la bondad de su espíritu y al constante ejercicio de las mejores virtudes, amparados por la Patrona religiosa, Nuestra Señora de la Paz, quien riega con su fe los abiertos surcos de una geografía pródiga en todo tipo de bienes.
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“Ciudad Portátil”, llaman a Trujillo. No sé si es un encendido elogio tal denominación, pero de que anduvo dando tumbos por esta inhóspita geografía es cierto. Y le inventaron mitos y leyendas; unos por los ruidos de la naturaleza, otros porque aquellos primeros pobladores oían en las noches oscuras los tremendos alaridos de las fieras de los bosques, además las torrentosas aguas de los ríos y quebradas que les hacían sentir un pánico terrible, que los inducía a agarrar sus pocas pertenencias y buscar refugio en otros horizontes, como las tierras altas unas veces, en Boconó hacia 1560, y en las bajas otra, como cuando llegaron a Pampán y se estacionaron en ese pequeño valle, por 1568. Lo cierto es que la fundación y los traslados de la capital trujillana, han dado tema para la historia y la crónica de nuestros escritores; pero, ha alimentado por igual, la inventiva de otros escritores que de ella han hablado y narrado sus aventuras y sus vicisitudes.
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El tiempo está detenido en nuestra calle de la Independencia. Aquí, las grandes casonas son como fieles testigos de las mejores epopeyas del hombre nativo, que hoy habita en la memoria colectiva. La calle que se desprende de nuestra misma historia, a la que se hizo sus pisos de lajas, de piedras superpuestas; calle en que las pisadas se confundieron en una labor de búsqueda de la Independencia y de la Emancipación. Por allí caminó la primera ciudadanía. La calle Independencia, ahora sin la preposición de, en la que muchos vivieron en una sucesión de hombres y generaciones, en su tiempo y en su espacio. En ella, la realidad secular de lo que significó la ciudad como bastión de historia. De ahí su nombre. De estas casonas antiguas salieron las voces primigenias de la ciudadanía trujillana, en el momento supremo de la epopeya de 1810, cuando todos se subordinaron al documento libertario, y cuando en la casona de arriba de la Plaza, todos fueron suscribiendo aquel papel histórico que se denomina Acta de la Independencia de Trujillo.
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Hoy es el día de Trujillo, la efemérides de su fundación. El volver a recordar al capitán extremeño que le dio carácter de ciudad al poblado indígena, en este suelo de canto y de paz. Vamos al fondo de los siglos para indagar cómo fueron los balbuceos de esta ciudad rotativa, que anduvo por los años buscando una tierra propicia para la vida y el ensueño, hasta detenerse en este estrecho valle de honduras, de “cerros seculares”, con grandes árboles y corrientes fluviales, en donde levantó tienda de acción permanente en el lento correr detenido de más de cuatrocientos años. Hoy, entonces, es fecha de gracia, fecha para festejar y para que las campanas hagan ruido de bronce y la pirotecnia rompa el cielo siempre azul de la ciudad. (…) El júbilo de las fechas trascendentes, debe trocarse por una mayor preocupación social. La sonrisa de fácil optimismo debe ser sustituida por un rostro más serio, que se detenga en el análisis de la intensa problemática socio-económica y cultural que estamos padeciendo. (…) Estas palabras reúnen el propósito de la conciencia, el llamado a la reflexión.
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Abro las páginas de una colección de infolios, y tropiezo de continuo con la palabra del cronista (Manuel Mendoza), referida a la ciudad: exposiciones coherentes, objetivas unas, hiperbolizadas otras, de hijo o visitante, sobre hechos de su trayectoria histórica. Son relatos, cuentos de
sucesos, anecdotarios e impresiones quedadas en la memoria; su formación como ciudad: historias y leyendas, que en un sentido amplio se fueron dando hasta conformar una extensa antología de hechos cuya espina dorsal es la amada ciudad. Esta “Ciudad caminadora”, como la denominó un hijo cuando la recordó desde lejos, que ha provocado tantas situaciones narrativas de autores diversos: historiadores unos, poetas otros, articulistas otros más, pero todos coincidentes en el elogio por sus espirituales manifestaciones.
Estos panegiristas expresan toda una omnisciencia colectiva de la ciudad, como si la hubieran conocido por dentro y por fuera: su paisaje espiritual y físico al mismo tiempo. Ellos, casi todos, dominan el conocimiento integral de la bucólica villa colonial, y la trazan con mirada retrospectiva, con una posición diacrónica que deja entrever agudos pormenores de su historiografía.