Por: Antonio Pérez Esclarín
pesclarin@gmail.com
La hallaca, plato navideño por excelencia en Venezuela, es mestiza como su gente: síntesis de muchos pueblos, de muchos platos. Con los españoles, llegaron las aceitunas griegas y romanas, las alcaparras y almendras de los árabes, la carne de gallina, res y cerdo de los pobladores de Castilla. Los indígenas contribuyeron con el maíz, e indígenas y africanos con el bijao.
Parece ser que la inventaron los esclavos que requisaban los restos de las comilonas navideñas de sus amos dentro de sus típicos tamales o bollos de maíz. En cuanto a su nombre, lo más seguro es que provenga de la voz indígena “hayaca” que significa precisamente “bojote” o “atado”.
La hallaca ha pasado a ser expresión genuina de nuestra identidad y cultura. De hecho, en Venezuela, son inconcebibles las navidades sin hallacas, y, a pesar de la crisis, la gente se las ingenia para hacerse unas hallaquitas posiblemente más pobres, sin las abundancias de antes. En torno a su preparación, que constituye todo un ritual, suele unirse toda la familia. Luego, el intercambio o regalo de hallacas ha llegado a ser expresión privilegiada de aprecio y amistad. Si bien hay tantas variedades de hallacas como regiones o incluso como familias, pues cada una le añade su toque personal, por ser una fiesta de hondo contenido familiar, las mejores hallacas terminan siendo siempre “las de mi mamá”.
Resulta curioso que Don Andrés Bello, quien en su “Silva a la Zona Tórrida” se regodeó tanto con los frutos tropicales, no mencione la hallaca ni siquiera en la estrofa consagrada al maíz. Tampoco aparece mencionada por Bolívar ni siquiera en sus cartas personales e íntimas. Tampoco se encuentra ninguna huella de ella en los escritos de los viajes de Humboldt y Depons.
Sin embargo, nuestros escritores costumbristas van a meter a la hallaca en todas sus obras literarias. Nicanor Bolet Peraza, a mediados del siglo XIX, lleva a su extremo la alabanza a “las imponderables hallacas…sabrosísimo manjar que no conocieron ni cantaron los dioses del Olimpo”. Luis Manuel Urbaneja Archepol, en un cuento publicado en 1905, escribe: “En la madrugada pasamos por Maracay, y ya hemos dejado atrás a La Victoria. Esta noche comemos las hallacas en Caracas, Dios mediante”. También van a meter en sus obras a la hallaca Rómulo Gallegos, Romero García en “Peonía”, Teresa de la Para en “Memorias de Mamá Blanca”, Mariano Picón Salas en “Viaje al Amanecer”, Antonia Palacios en “Ana Isabel”, y en general todos nuestros escritores más recientes. Rómulo Betancourt, famoso por su lenguaje barroco, las llamaba, en una frase que hizo historia, “las multisápidas hallacas”.
Para terminar y como regalo navideño, les ofrezco estas estrofas de Aquiles Nazoa:
Pasadme el tenedor, dadme el cuchillo, / arrimadme aquel vaso de casquillo
y echadme un trago en él de vino claro, / que como un Pantagruel del Guarataro
voy a comerme el alma de Caracas,/ encarnada esta vez en dos hallacas.
¡Hay, de sólo mirarlas por encima, / hasta un muerto se anima!
Pero desenvolvamos la primera, / que ya mi pobre espíritu no espera.
Con destreza exquisita, / corto en primer lugar la cabuyita
y con la exquisitez de quien despoja, / de su manto a una virgen pliegue a pliegue,
levantándole voy hoja tras hoja, / cuidando de que nada se le pegue.
Hasta que al fin, desnuda y sonrosada, / surge como una rosa deshojada,
relleno el corazón de tocineta / y de restos avícolas repleta,
mientras por sus arterias corre un guiso, /que levanta a un difunto, vulgo occiso.
Antonio Pérez Esclarín
pesclarin@gmail.com
@pesclarin