El sonido de las tripas fue tan fuerte que Fernando se despertó, quiso burlar el hambre durmiendo un poco más y se tapó con las cobijas de cartón y con retazos de telas viejas que se encontró días antes en una de esas mágicas bolsas negras que yacen en las esquinas de la cuidad, pero el rayo de sol penetró con gran facilidad el techo inexistente y le avisó que era hora de trabajar.
Las calles de la pequeña urbe estaban desoladas y eran un tanto bipolares en es ese sentido, pues una semana estaban abarrotadas y en la otra parecían el lejano oeste. Fernando quiso ponerse la ropa de trabajar y no le fue difícil elegir entre los 2 pantalones que tiene, se abotonó la camisa, amarró los cordones de sus desgastados zapatos, se miró al pedazo de espejo que guarda en la caja de sus cosas, se acomodó el tapabocas (un pedazo de tela de las mágicas bolsas negras) y emprendió su marcha hasta el centro.
El comedor popular no abre sino hasta el mediodía y Fernando sabe que las horas pasan lento, por ello va a una esquina donde a veces consigue un poco de comida, pero hoy el camión de la realidad pasó temprano llevándose todas las bolsas negras y también, sus esperanzas. El ruido de las tripas reaparece, y con ellas, una lágrima que recorre tímidamente su rostro.
Se sienta a descansar y mientras cierra los ojos le llegan flashazos de lo que parecen ser vidas pasadas, en esas tenues escenas se ve abrazando a su esposa y siente el calor que le brindaban aquellos brazos, luego le interrumpen las paredes blancas y vacías de un hospital psiquiátrico y finalmente la sirena de una ambulancia irrumpe el silencio y le hace volver a la realidad.
El trabajo de Fernando consiste en buscar en las bolsas negras o en los rincones, potes plásticos que luego cambia por un plato de comida a un señor del mercado municipal, hoy no iba a ser un buen día.
Se dirige a las afueras del hospital, que es uno de los pocos puntos de la cuidad donde siempre hay gente. Efectivamente el lugar estaba repleto, a Fernando no le gusta pedir pero, el hambre le hizo cambiar de opinión, muchos lanzaron miradas despectivas y otros le ignoraban, una joven de unos 30 años, le llamó y le regaló una arepa
–tenga señor, es todo lo que puedo darle- dijo.
Los ojos de Fernando brillaron, y aceptó con gran entusiasmo el bocado que le ofrecieron, no sin antes dar las gracias.
La esperanza de una segunda comida
Ya era mediodía y Fernando iba llegando al comedor popular, pero se encontró un papel blanco en la puerta que decía que no trabajarían ese fin de semana por que era feriado, pero las letras eran unos garabatos que carecen de sentido para él, y se quedó allí con la esperanza de que hubiese llegado más temprano que los demás… las horas pasaban mas no el anhelo de comer de nuevo.
Como había perdido el viaje decidió regresar, y mientras caminaba por la acera se detuvo a escuchar una voz que salía de una casa, era la voz del presidente, daba el reporte diario sobre el coronavirus y se vanagloriaba con cifras sobre lo bien que iban las cosas.
Unas nubes negras se posaron en el cielo rápidamente y en ellas era fácil deducir el torrencial aguacero que estaba próximo a caer, Fernando apresuró el paso, mientras recordaba y repetía las insistentes palabras en tono impositivo del presidente “quédate en casa”.
Las gotas caían del cielo con suma rapidez y aún faltaba medio camino para que Fernando llegara, le pareció buena idea guarecerse bajo un puente que estaba cerca… las horas pasaban y la lluvia no cesaba. Finalmente escampó y él emprendió camino de nuevo, tenía que llegar a su refugio, era de suma importancia llegar a casa y quedarse en ella, como había dicho el presidente.
Ya en su catre y a punto de dormirse el ruido en el estómago reapareció, recordó a la joven que le regaló la arepa en la mañana y anheló con todas las fuerzas posibles contar con la misma suerte el día siguiente, pero, el presidente había dicho que había que quedarse en casa, una breve diatriba le mantuvo despierto ¿Cómo voy a quedarme en casa si tengo que ir a buscar comida? Un instante de lucidez le hizo concluir que él no estaba incumpliendo con lo que el presidente decía, al fin y al cabo esa era su casa, la calle.
Esta la vida de Fernando, un hombre de 53 años que sufre de problemas mentales y tiene 10 años viviendo en la calle, las decadencias del hospital psiquiátrico en el que estaba recluido hace una década le hizo escaparse, y su búsqueda nunca inició. Desde entonces las calles de cemento son las paredes de su casa, los puentes fungen como techo y los cartones son las sábanas que lo cobijan. Son historias de cartón que están allí, visibles pero con mayor fuerza ignoradas.