Hispanidad y nacionalismo en Mario Briceño Iragorry | Por: Libertad León González

 

Por: Libertad León González

 

en el pasado se ganan fuerzas para defender el porvenir de los pueblos

Mario Briceño Iragorry

 

A 66 años del fallecimiento del Maestro Universal, Mario Briceño Iragorry y, permítaseme la mención, a un año de la creación de la Cátedra Libre Mario Briceño Iragorry del Ateneo de Valera, considero importante ofrecer algunas premisas del pensamiento y los desvelos de Don Mario con respecto a la hispanidad y el nacionalismo.

Entendemos la hispanidad como la confluencia de elementos raciales, lingüísticos, religiosos, simbólicos, culturales, estructurales en la conformación de las sociedades americanas a partir del descubrimiento con respecto a España[1], por eso bien llamada, la América española. El hispanismo se configura en consecuencia y continuidad de la historia de América. En toda la obra de Don Mario podemos reconocer en su discurso el valor de los vínculos originarios con la madre patria, tales reflexiones adquieren particular énfasis en su ensayo Patria arriba (1955). Hispanismo y nacionalismo devienen en conceptos secuenciales el uno del otro.

Al final de su tránsito vital don Mario Briceño Iragorry reconoce con precisión el trabajo labrado en cada uno de sus libros, teniendo como fundamento el tratamiento reflexivo de la historia nacional como elemento de la nacionalidad. Su identificación vehemente con su país, la historia, la lengua, la cultura, el pueblo, su familia, sus maestros, sus amigos, las poblaciones que lo albergaron desde su nacimiento hasta su juventud (Trujillo, San Lázaro, Valera, Maracaibo, Caracas), el trabajo diplomático, el protagonismo en instituciones académicas, su acción política, su obra escrita, lo convierten en ferviente defensor de lo nacional. De allí que dijera:

Sin negar el sentido ecuménico del hombre, he defendido de manera ardorosa y sistemática los valores de lo venezolano y he denunciado en forma angustiada el proceso de disolución promovido en el esqueleto de la sociedad nacional por la presencia de antivalores que desdicen nuestra tradición de pueblo. (Briceño Iragorry, 1957, p. XIV).

He allí su recapitulación a los textos que han dejado huella en el alma de los lectores de su obra: Lecturas venezolanas (1926), Tapices de Historia patria (1933), El caballo de Ledesma (1942), Formación de la nacionalidad venezolana (1945), en el que valora, entre muchos otros eventos, la Cédula, dictada por Carlos III, del 8 de septiembre de 1777, mediante la cual se crea la Gran Capitanía General de las Provincias Unidas de Venezuela, en tal sentido dirá:

es la fecha de la unidad nacional. Es la fecha de la integración de la patria (…) No se es hijo de Guayana o de Mérida, no se es hijo de Cumaná o de Falcón. Se es hijo de Venezuela. Se es ante todo y so­bre todo venezolano. Y la fraternidad venezolana que va des­de el Roraima hasta el Río de Oro, surgió el 8 de septiembre de 1777. Y para exaltar aquélla, debemos meditar en el significado creador de la fecha. (1945, p.33).

Otros de sus títulos: Casa león y su tiempo (1946). Vida y papeles de Urdaneta, el joven (1946), El Regente Heredia o la piedad heroica (1947), Mensaje sin destino (1950), del cual dice: “ha sido el más afortunado de mis libros. Por medio de él logré que nuestro público sintiera al bulto la necesidad de defender los módulos integrales de la nación.” (óp. cit., 1957, p. XVI); La hora undécima (1956), Por la ciudad hacia el mundo (1957), por solo mencionar algunos de sus textos.

Al reconocer sus orígenes enraizados con el conquistador Don Sancho Briceño de la población de Arévalo, España, precisamente, cuando en 1953 ha de partir exiliado de su patria, Venezuela, reconoce su sangre hispana y padece la ausencia de su tierra natal, propicia un escenario conmovedor de encuentros de su alma hispana y americana volcada a través de su escritura. Reconocerse y reconocernos como herederos del mestizaje es la primera premisa que plantea Don Mario en su ensayo, Patria arriba (1955), revisa sus orígenes a partir de sus ancestros en tanto historia arriba, dirá Don Mario:

Para defender el mestizaje que da colorido a nuestros pueblos, úrgenos conocer las raíces de dónde arranca la sociedad presente. Españoles, negros e indios se juntaron para formar el soma de nuestras colectividades. De los tres ingredientes, el español aportó los signos cargados de historia que dieron mayor personalidad a la mezcla y más amplitud de contenido a las sociedades nuevas. (p. 2).

Con el paso de los siglos, el autor expresa la reciedumbre de los hombres protagonistas en la tarea fructífera por disolver la dependencia ante el imperio español. He allí el recuerdo distante de las primeras lecciones de historia en nuestras escuelas y liceos:

Las carabelas de España buscaron tierras más anchas donde pudiera crecer la vocación ecuménica del hombre español. Tanto creció en el Nuevo Mundo, que a vuelta de tres siglos Miranda, Bolívar, San Martín, O’Higgins, Sucre, Hidalgo, Santander, Morelos, Camilo Torres, Simón Rodríguez, Del Valle, Roscio, Palacio Fajardo, Caldas, Peñalver, Rivadavia, Bello e Irisarri eran por sí solos batallas campales que aseguraban a la América española su derecho a constituirse en autónomas naciones. (1955, p. 4).

Así pues, demarcar los orígenes de nuestro pasado hispano y reconocernos en el encuentro, la evolución y la realidad de lo que hoy somos como latinoamericanos pasa por encontrar un discurso conciliador de esas diferencias concebidas desde el encuentro de ambos mundos, el europeo y el americano. La mirada profunda del autor sobre la actuación de Don Sancho Briceño como conquistador en tierras americanas, punto de partida de su linaje; no le hace olvidar en la unión con el indio y el esclavo: “el sentido de universalidad y de permanencia.” (p.39).

Resulta, igualmente, insoslayable y complementario percibir otras visiones consecutivas a la escritura de Don Mario, también compiladoras de tales orígenes, con sus aciertos y sus equivocaciones, puedo denominar este encuentro aleatorio, diálogo de conciencias. En el ensayo Patria arriba (1955) de Mario Briceño Iragorry, el autor ofrece importantes fundamentaciones para deslastrarnos del resentimiento que nace de tres siglos de dominación (desde el siglo XVI hasta el siglo XIX). Ángel Rama en su libro La ciudad letrada (1984) ofrece una mirada inquisidora en todo el proceso de conformación de lo que serían las ciudades latinoamericanas, reflejo del modelo europeo. Tzvetan Todorov en su texto: La conquista de América. El problema del otro (1987) presenta un recorrido sobre los elementos más significativos del proceso de conquista en América, haciendo énfasis en los testimonios de los cronistas que ponen en evidencia este episodio desgarrador en el que no se reconoció, en términos de igualdad, la naturaleza humana del indio y el negro. Finalmente, Carlos Fuentes en su magistral ensayo El espejo enterrado (1992) propicia un mosaico de razones históricas y legado cultural de una tradición que sirven de reconocimiento de lo que fuimos y somos como países herederos de la hispanidad y al mismo tiempo, forjadores de la americanidad.

Ángel Rama (1984) se detiene en reconocer las marcas de una conformación arquitectónica de las ciudades americanas como imposición de un modelo político territorial en la fundación de las ciudades del Nuevo Mundo. Por eso sostiene:

La ciudad latinoamericana ha venido siendo un parto de la inteligencia pues quedó inscripta en un ciclo de la cultura universal en que la ciudad pasó a ser el sueño de un orden y encontró en las tierras del Nuevo Continente, el único sitio propicio para encarnar. (p. 17).

Pensar la ciudad. El orden de la sociedad reflejado en el diseño damero y barroco de las ciudades imperiales: Iglesia, ejército, administración, a partir del modelo: plaza, iglesia, calles, casa, solar. La realidad física como reflejo de un orden social. En este sentido, las ciudades en América serían el reflejo de una jerarquía del poder imperial, símbolos perdurables de un orden marcado por las normas establecidas para su funcionamiento, devenidas en las ciudades letradas y escriturarias, anillos protectores del poder y ejecutor de sus órdenes. La lengua es la compañera del imperio. No obstante, en esta convivencia emerge la diglosia o bilingüismo: “la pública y de aparato, impregnada por la norma cortesana y la popular y cotidiana utilizada por los hispanos y lusohablantes” (p.44), esta última formadora del castellano de América.  Emerge progresivamente la palabra y la escritura de la ciudad real, opuesta a la ciudad letrada con la primera novela latinoamericana: El periquillo Sarmiento (1816) de Joaquín Fernández de Lizardi como desafío a la ciudad letrada; con el ejemplo de la escritura de Simón Rodríguez quien sostiene: “las Repúblicas no se construyen con letrados sino con ciudadanos” (p. 56) y ya cercano a la conformación de la ciudad modernizada, Ángel Rama refiere los textos de José Pedro Varela (1845-1879). De la legislación escolar (1876) para establecer una educación común y gratuita en Uruguay y de José Martí (1853-1895) su inmortal ensayo Nuestra América (1891). Recordemos algunas de las máximas martinianas: “Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóctono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza.” (1891, p.134). El texto de Rama nos conduce por tupidas filigranas en los orígenes de las ciudades en la América española.

Todorov, por su parte, nos expresa afirmaciones contundentes para reconocernos en los orígenes del encuentro de América con el conquistador:

el siglo XVI habrá visto perpetrarse el mayor genocidio de la historia humana. (…) El descubrimiento de América es lo que anuncia y funda nuestra identidad presente (…) no hay ninguna [fecha] que convenga más para marcar el comienzo de la era moderna que el año 1492, (…) Todos somos descendientes directos de Colón, con él comienza nuestra genealogía. (1999, p. 15).

Como latinoamericanos todos estamos conscientes de esta mirada escrutadora del pasado. La defensa de las poblaciones más vulnerables también se hizo presente en los misioneros y es referida por Todorov. La posibilidad de volver a mirarnos en ese espejo de contradicciones como lo fue el proceso de conquista desde 1492 también nos permite anidar la importancia de la lengua heredada y que para esa fecha tuvo la publicación de la Gramática castellana (Salamanca, 1492) de Antonio Nebrija como referencia fundamental de los grandes estudiosos del español en nuestra América: Andrés Bello (1781-1865) autor de la Gramática de la lengua castellanana: destinada al uso de los americanos (1847), Rufino José Cuervo Urisarri (1844-1911) y Miguel Antonio Caro (1843-1909) autores de la Gramática de la lengua latina para el uso de los que hablan castellano (1923), Rafael María Baralt (1810-1860) con su Diccionario matriz de la lengua castellana (1850) y el Diccionario de galicismos (1855), Amado Alonso (1896-1952) quien junto a Pedro Henríquez Ureña (1884-1946) escriben la Gramática castellana (1938), Ángel Rosenblat (1902-1984) autor entre muchas otras obras de El castellano de España y el castellano de América (1962) y en estos últimos tiempos el venezolano, Francisco Javier Pérez (1959), Secretario General de la Asociación de Academias de la Lengua Española quien realiza entre muchos estudios sobre el español,  uno referido al panhispanismo lingüístico en el que se valora nuestra lengua: “que nace diversa y se desarrolla diversa sin dejar de ser unitaria.”[2]. Valoramos en este breve inventario la presencia de venezolanos que han colocado el estudio de nuestra lengua en primer lugar de sus investigaciones. No olvidarlos quizás sirva para rescatar el buen hablar en nuestra sociedad venezolana.

Carlos Fuentes (1992) en su obra El espejo enterrado expone in extenso la evolución histórica y la tradición de España, para establecer vínculos con la realidad de la América española, expresa las mismas inquietudes que hoy sucumben a las nuevas generaciones. De tal modo se interroga:

¿Por qué no hemos sido capaces de resolver aún nuestro problema fundamental, que es el de unir el crecimiento económico con la justicia social, y ambos con la democracia política? ¿Por qué no hemos sido capaces de darle a la política y a la economía la continuidad que existe en la cultura? (p.339).

 

Las respuestas a estas interrogantes aún sin ser resueltas nos llevan, de nuevo, al discurso reflexivo de Don Mario, como escultor del lenguaje que cincela la palabra, en definitiva, expreso reflejo de la clarividencia de su pensamiento. Si la hispanidad nos deja en primer término la raza, la religión, la lengua, tales aspectos bien enraizados en la humanidad del pensamiento briceñiano, nos luce indispensable perpetuar las enseñanzas del maestro. De tal modo, concluimos estas reflexiones exaltando ad infinitum la lengua heredada. El castellano, nuestro idioma, instrumento fundamental de la expresión oral y escrita, de la comunicación, de la convivencia en armonía y continua como ciudadanos de esta América, Nuestra América.

Don Mario Briceño Iragorry, fiel al buen uso de nuestra lengua, portador de un discurso prolijo, profundo, hispanoamericanista y nacionalista nos persuade en cada texto suyo, ratificamos la vigencia de su pensamiento. De tal modo, sea propicio concluir estas reflexiones con sus palabras finales en Patria arriba (1955):

Todo es tierra firme para el espíritu que afinca los pies sobre la fe de su destino. Inmenso es el porvenir de este pueblo andariego. Pasarán los siglos, y aunque parezca enredado en actitudes contrarias a su deber antiguo, su voz crecerá más que las torres y que los montes donde se encierra la riqueza tentadora. Para ganarse la libertad amenazada por nuevos piratas, sus hombres, como crecieron antes crecerán de nuevo, ahora no sobre el lomo de raudos corceles, sino sobre las piernas ciclópeas de su poderosa conciencia. Sobre el timón de la nave están, como en sus velas inmensas y trepidantes, las manos poderosas de Dios… (p.69).

 

 

 

Referencias:

 

[1] La Real Academia de la Historia actualiza la definición del término así: “El concepto de Hispanidad comienza a tomar forma en España, cuando, a partir del noventa y ocho, se pierden los últimos territorios españoles en América. Escritores destacados como Maeztu, Labra, Madariaga, Menéndez Pidal o Américo Castro coinciden en que hay tres cuestiones que lo conforman: raza, religión y lengua. Sin embargo, ya en el periodo de entreguerras, Altamira Crevea, que viajó largamente por toda Sudamérica, señaló que el hispanismo está constituido por algo más que estos tres elementos, e incorpora otros como la emigración, la identidad cultural o la expansión literaria. No se trata ya sólo de creencias o ideologías sino de algo vivo que evoluciona día a día y que se proyecta hacia el futuro. En: https://www.rah.es/hispanidad-un-concepto-una-historia-una-realidad-cultural/

[2]  Agrega el autor: “El panhispanismo promueve el variacionismo, el descriptivismo, la pluralidad, la tolerancia lingüística, la estimación a la diferencia, la teoría del uso, el policentrismo, el crecimiento particular armónico, la geografía de la lengua y, en definitiva, una de las formas culturales más prometedoras, la democracia de la lengua.” En: Francisco Javier Pérez (2023). Por una democracia de la lengua. Escritores, filólogos y academias frente al panhispanismo lingüístico, La Rioja, España: Fundación San Millán de la Cogolla.

 

 

 

 

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