Gonzalo Fragui
Salió de casa con el crepúsculo. Por el camino sintió que le dolían las piernas. Aminoró el paso y se ayudó con el bastón. Las casas en la aldea estaban separadas pero no distantes. Para olvidar el dolor, el poeta Oswaldo Hidalgo se puso a cantar. Unos patos guariríes lo acompañaron en el canto. Era un anuncio de lluvia. Entre la montaña divisó una casa de teja que nunca había visto y se acercó. Allí lo invitaron a pasar. Estaban rezando. Era el último día de una novena y habían vestido una tumba. Oswaldo lamentó molestar en un momento tan íntimo. Confesó que no tenía a dónde ir, ni dónde vivir, ni había podido darles una casita a sus hijos. Le dijeron que no se preocupara, que esa noche podía quedarse ahí con ellos.
En medio de la conversa, café y algunos tragos, se cerró la noche. Ahora llovía con relámpagos y truenos anunciando una gran tormenta.
A lo lejos se escuchaba el ruido de las quebradas que crecían con violencia entre los callejones.
A medianoche, como de costumbre, fueron a desvestir la tumba. Apagaron las velas, recogieron los candelabros, levantaron las cortinas, quitaron las flores pero nadie se atrevía a destruir la imagen dibujada en el piso. Según la tradición no puede hacerlo ningún familiar porque el fallecido se lo lleva.
Solamente amigos o desconocidos. Oswaldo se ofreció. Fue a la sala donde rezaban y se sorprendió porque las oraciones eran para una casa, muy parecida a la vivienda donde ahora él se encontraba. Al terminar de borrar el dibujo se fue la luz, doblaron las campanas de una iglesia y todos desaparecieron. Oswaldo empezó a gritar, a llamar a la gente pero nadie respondió. Encendió un fósforo y comprobó que estaba solo. Miró por las ventanas pero afuera seguía lloviendo y no se veía nada. Unos perros perseguían a otros demonios. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Sin saber qué hacer Oswaldo caminó a oscuras por la casa. De pronto escuchó música en una habitación cuya puerta estaba cerrada. Tocó. Le abrieron y lo invitaron a pasar. Parecía una fiesta de disfraces. Bellas diablas, con cuernos y rabos, bailaban y reían. Diablos de vivos colores tocaban instrumentos y cantaban. Al ver al recién llegado detuvieron la música.
– Poeta, ¿qué hace a estas horas por acá?, preguntó alguien.
– Mi vida es un infierno.
– Bienvenido a casa. ¿Qué le sucede?
– Desde que mi hijo se fue soy un exiliado.
– Tranquilo, todos somos exiliados al nacer, dijo otro.
Le ofrecieron un trago. Entonces, Oswaldo quiso compartir un poema:
“A veces
De manera abrupta, sorpresiva
Me llega una extraña contentura
Las aves pasan con gran algarabía
No entiendo qué me anuncian
Y pienso:
Mi hijo debe estar ahora tomando un café con los amigos”.
Todos aplaudieron.
Luego la música, las luces, las serpentinas, los licores y el humo del tabaco sustituyeron la noche. Oswaldo bebió, cantó y se olvidó del mundo. Cuando sintió que el cansancio lo vencía se recostó en una banca y se quedó dormido.
Salido ya el sol, se asomaron unas ruinas. La casa estaba desierta, no tenía ni puertas ni ventanas. No había sillas ni mesas ni instrumentos musicales ni botellas. La casa parecía deshabitada desde hacía mucho tiempo. Sólo restos de una pared y el banco de madera donde Oswaldo estaba acostado con un gato y una casita de barro entre sus brazos.