Eran las 6 de la mañana en punto y el bus no pasaba. Pensaba que no pasaría, su rostro mostraba un lado de amargura y un poco de preocupación
María Fernanda Cabrera
Eran las 5 de la madruga para Fernando Barrera, aún muchos dormían, pero él ya estaba con los ojos puestos en la carretera. Entre sus oídos retumba aquel estruendo de cada mañana, no solo para despertarlo; sino para alertarlo de que empieza el movimiento en la ciudad, eran los motores al calentarse a lo largo de la esquina, que aunque no estaban tan cerca de casa llega el olor a gasolina.
Ese era su mejor aviso para saber que los transportistas ya comenzaban a espolvorear los asientos de su unidad para su labor del día. Las horas pasan y la preocupación se hace intensa entre su pensamiento, que iba de un minuto así el otro. Es solo que al salir de casa, se perdería ese aroma a café recién colado, ese que se desvanecía entre sus labios junto a un dulce pedazo de pan que hacía de su desayuno, tenía que prepararse para la guerra de la vía.
Aquel sabor que había quedado entre su paladar desaparecía a tan solo al poner un pie sobre la parada del autobús. Allí penetraba en su olfato el mango, el jazmín y la concha de limón, que para él representaba el perfume de mala categoría, ese mismo que sentía al encontrarse un montón de frutas podridas. Pero eso era lo de menos para Fernando, se levantaba bien temprano para agarrar el maletín y salir a trabajar antes que se le pasara el “ Bus Trujillo” a las 6am, muchas veces hasta dejaba olvidado un papel importante encima del sillón, pero no podía regresarse, el autobús ya estaba cerca.
Eran las 6 de la mañana en punto y el bus no pasaba. Pensaba que no pasaría, su rostro mostraba un lado de amargura y un poco de preocupación, miraba a cada segundo su muñeca, donde lucía un hermoso reloj negro azabache. Así pasaron 30 minutos, entre las quejas de aquellos que estaban junto a él.
Había esperado unos cuantos minutos, que hacían media hora, empezaba a agacharse y asomarse a cada instante y al fin en el momento que no lo esperaba, entre los destellos del amanecer se dejaba entrever las luces que decían ¡Trujillo-Valera! al fin venía el Bus Trujillo.
Él pensaba que tanta espera tendría su recompensa ¡pero! no fue así. Un calvito, de estatura intermedia, con rostro de pocos amigos, ponía una mirada fija entre sus ojos negros que se entreveían entre los cristales de sus lentes, sobre aquella multitud, para pasar como una de las tantas carreras de “rápido y furioso”.
Su esperanza se había ido junto a aquel olor a gasoil que había quedado a lo extenso de la vía, por lo que puso en marcha otra ruta, la de acudir a la línea Cristóbal Mendoza, la popular Trujillo- Valera. Con pocos fondos entre los bolsillos y con el pasaje aumentado, contaba y contaba, pero no llegaba a la totalidad que debía pagar por el servicio. En ese momento, resaltaba la crisis que no era solo el país, sino también entre las carteras, que diariamente iban en la bancarrota, no solo por el problema de efectivo; simplemente no había con que llenarlas o al menos no con dinero.
Empezaba de nuevo la rutina como en la ruleta rusa para viajar en autobús, uno no paraba y, para el otro no alcanzaba. Así era cada mañana para muchos y para Fernando, quien algunos días le hacía honor a su nombre, un rato a pie y otro caminando ¡pero! Valera estaba muy lejos.
Con su mejor cara entre una sonrisa picarona, ponía en alto el dedo gordo de su mano derecha, en dirección a aquellos autos que transitaban a eso de las 7 de la mañana. Las horas pasaban y sentía que no llegaría. De un lado al otro, le dieron las nueve mientras crecía la cola más que la espuma en la parada.
Entraba a las 8am y ya llevaba una hora de retraso. Todos los días se veía en el calvario, con el sudor bajando a chorros por su frente, mientras su piel blanca se enrojecía como un tomate ardiendo bajo los rayos del sol. Pero cuando cuento las agujas marcaban las 9:45am en su muñeca, de tanto correr, gritar y sacar el dedo, un anciano de unos 70 años, con una barba blanca como la nieve y prominente, había parado en su camión 350 a lo largo de la vía, para llevarlo. En ese momento aquel sufrimiento se apagó, pero lo único que estaba en la mente del joven Fernando, era que la paz sería solo durante su jornada de trabajo, porque al llegar la tarde comenzaría de nuevo la penitencia para regresar a casa.
Llegaron las 5 de la tarde, ya sonaban las campanas de salida. En las calles solo volaban las hojas con el viento y de allí la marcha para retornar a Trujillo. Era volver a abrir un libro ya leído, todos los días con la misma historia. Al llegar hacia “El Victoria” donde se encontraba la parada de Bus Trujillo, había más de 500 personas en la particular y unos 80 abuelitos, en la de tercera edad. Era sentirse como en un pino de 1000 metros de altura, por más que se camina no se llegaba a la punta, esperando entre las aceras, había pasado una hora y no llegaba unidad.
La nubosidad ya cubría esa tarde y en pocos minutos se hizo notar con un chaparrón que los sacudía de pies a cabeza a los presentes, no pudieron refugiarse, no había como y solo algunos pocos lograron meterse en el Pdval. Aquella parada solo era un espacio donde llegaría el autobús, no había la estructura de un terminal.
Así pasaba el tiempo, mientras que empezaba la gente a sulfurarse con el “no va a llegar bus”, con las piernas adormecidas, el rugido de las panzas que ya se hacía notar, empezaba la pelea entre el chavista y el opositor y así corría la cola de arriba a abajo y de abajo hacia arriba, entre los comentarios.
Luego de un buen rato llegó una unidad en la que venía uno de los tantos supervisores, que vestía una camisa manga corta entre colores azul marino y kaki, donde en un costado de su pecho decía: Bus Trujillo-potencia sobre ruedas, era un joven de aproximadamente 28 años, con tez morena, alto y flaco y ojos claros entre miel, que con su mirada intensa decía a los usuarios: “Vamos a colaborar hay una sola unidad, no hay gasoil”.
En ese momento, el panorama había cambiado, aquel cansancio de horas había quedado en el olvido tras aquella agonía, de allí partió la guerra para poder embarcarse en el autobús. Desde la viejita risueña hasta el pequeñín, era todos contra todos, donde empezaban los carterazos, empujones y los golpes alrededor de la puerta de aquel bus rojo ¡todos querían entrar!
De atrás gritaban “La colaa la cola ese esta coleado”, era como estar como en troya, pero en este caso era con bombas de insultos y armas de puñetazos, cachetadas y jalones. Cuando de un momento a otro una mujer pequeñita, que había recién llegado, aprovechó el bochinche para meterse entre debajo de aquella multitud, pero no esperaba que aquellos ánimos encendidos entre la cola, la tomarán por el pelo arrastrándola a lo largo para sacarla, porque se les estaba coleando.
Y entre peleas de un lado al otro, unos cuantos vivos se lograron montar y otros tendrían que seguir esperando. Al irse el bus, comenzó de nuevo el conteo para irse, pasaron dos horas y todavía todo seguía igual.
Empezaba a caer la noche y en su compañía el alboroto entre la gente. Las autoridades de Bus Trujillo, decían que los buses se habían atrasado por protestas en las vías. Entonces entre el miedo de quedarse en el frío de la calle, aquellas personas entre mujeres, hombres, ancianos y niños empezaban a irse entre cavas y camiones colgando, aún con el peligro que esto representaba.
Otros a su vez, pagaban el “pirata” que los llevaría por unos 15 mil por persona, pero muchos no contaban con aquellos bolívares. Así que empezaron con el mismo remedio de las mañanas, con el dedo gordo arriba en su mano derecha, para pedir el milagrito de una cola que los llevase a casa o al menos un poco cerca.
Luchar y luchar
Aunque se había salido de madrugada ya se llegaría muy noche; pero llegar antes de que se guardase el sol era poco probable; todos los días se debía luchar entre las guerras de las vías, así como la pasa Fernando, y muchos otros también