Por principios debemos ser agradecidos con todo aquel que, de una otra manera, han sido generosos con nosotros, a través de sus enseñanzas, acciones o simplemente por su apoyo en momentos de tribulación, de apremio muy comunes a lo largo de la existencia humana.
Sentir gratitud con aquellos que nos brindaron solidaridad, respaldo y nos refugiaron en su calurosa hospitalidad, es humildad, sentir que debemos tributar un reconocimiento eterno a ese gesto de bondad que una vez recibimos, nos hizo beneficiarios de un don que dignifica a quien da, suministra bienes, apoya; en fin es una virtud de primer orden.
En mi caso, tengo grandes deudas, en especial con mis padres, unos agricultores que emergieron del bello pueblo de Montecarmelo, donde floreció la cultura del café en los siglos XIX y XX; luego, las enseñanzas, el legado cultural e intelectual de grandes hombres y mujeres que jalonearon el siglo XX, Antonio Pérez Carmona, Dámaso Ogaz, Adriano González León, Ramón Palomares, Ana Enriqueta Terán, Arnaldo Acosta Bello, Jesús Enrique Barrios, Raúl Díaz Castañeda, Rubén Díaz Castañeda, Domingo Miliani, Oscar Sambrano Urdaneta, JM Briceño Guerrero, Elsa Morales, Esteban Castillo, Edwin Villasmil, Régulo Pérez, Rafael José Alfonzo, Pedro Cuartin, Amado Duran, Eddy Rafael Pérez, Rafael José Álvarez, José de Jesús Rodríguez, Alberto Jiménez Ure, y tantos otros, que como Eladio Muchacho Unda, Napoleón Arraiz, Fátima Celis, Marlon André Rivas, por su generosidad infinita, a todos ellos mi sincero tributo.
Pensamos en lo que en uno de sus poemas estampó Eliot, la humildad es uno de los más grandes bienes por lo que debe distinguirse una persona. La humildad, la sinceridad y la gratitud, son dones divinos que deben guiar nuestra conducta ciudadana, pero si a aquellas virtudes sumamos el pacifismo podemos anticipar que buscamos derroteros promisorios, de comprensión y mucha tolerancia entre los seres humanos.