Glasgow, (R.Unido), 14 nov (EFE).- La cumbre de Glasgow, que amenazaba con convertirse en un sonoro fracaso climático para un mundo herido ya por una pandemia, vuelve a reunir a una comunidad internacional dividida y, aunque arroja sombras, también recupera la esperanza sobre la descarbonización global.
El acuerdo, forjado in extremis tras dos semanas de intensas negociaciones en el epicentro industrial de Escocia, contiene notables avances, según distintas fuentes consultadas por Efe.
Devuelve, además, el multilateralismo a la toma internacional de decisiones tras años marcados por el egoísmo como bandera de algunas de las grandes potencias, con los Estados Unidos de Donald Trump a la cabeza.
Pero también presenta agujeros, como la ausencia de un mecanismo definido para que los países ricos, responsables históricos del CO2 acumulado en la atmósfera, ayuden a los países pobres en la transición energética.
«Hay muchas cosas buenas, algunas malas, otras que faltan y, sin duda, aún queda mucho por hacer para construir un acuerdo que pueda llegar a ser un punto de inflexión», explica a Efe el presidente del centro de pensamiento Carbon Tracker, Mark Campanale.
El documento insta a duplicar a partir de 2025 la ayuda a la adaptación de los países del sur, que ya desconfiaban antes de Glasgow porque los Estados acaudalados habían incumplido sus promesas financieras y, además, apenas les han entregado vacunas contra la covid, indica un negociador, que pide el anonimato.
EL GRAN AVANCE
El acuerdo consolida el objetivo de limitar el alza de temperaturas a final de siglo a 1,5 ºC respecto a los niveles previos a la revolución industrial, que supera la mera «aspiración» de ese hito contenida en el histórico Acuerdo de París de 2015, donde el límite suscrito eran 2 ºC.
La ciencia es clara: el planeta se ha sobrecalentado ya más de un grado y lo seguirá haciendo.
A partir de 1,5 grados las cosas se pondrán feas, especialmente para los países del sur. Con más de 2 grados, las consecuencias serán catastróficas, también para los del norte. Y a partir de 3 se volverán apocalípticas: morir por agua y matar por comida en un mundo sin esquimales.
«Si cumplimos, la humanidad podrá vivir dentro del planeta», valoraba tras su aprobación el vicepresidente de la Comisión Europea Frans Timmermans; «Nos acerca a evitar el caos climático y asegurar un aire limpio, un agua más saludable y un planeta más sano», apostillaba el delegado estadounidense, John Kerry.
Todos han cedido y nadie se va plenamente satisfecho. China acabó cediendo sobre ese grado y medio que era, casi, una línea roja para Pekín por el tremendo esfuerzo que le supondrá para el país más poblado del planeta, pero donde también saben que son vulnerables a la catástrofe climática, razonaba la vicepresidenta española Teresa Ribera.
«Un paso en la buena dirección, pero…» fue la frase más repetida en el plenario donde decenas de responsables políticos valoraron el texto adoptado con el nombre oficial de Pacto Climático de Glasgow.
Una alta fuente europea, curtida en décadas de negociaciones, comentaba que el proceso para globalizar año a año la lucha climática con la conformidad de casi 200 países es el acuerdo «más complejo de la historia de la humanidad logrado de la forma más democrática de la historia».
PUNTOS DÉBILES
Además, los sucesivos borradores fueron suavizando el lenguaje sobre el abandono del carbón como fuente de generación energética, un peaje de China, o los subsidios a los combustibles fósiles.
También está lejos de garantizar que la comunidad internacional reducirá drásticamente las emisiones de CO2 en esta década para alcanzar la neutralidad de carbono a mitad de siglo, que supone no liberar más dióxido de carbono del que se pueda reabsorber.
Propone acelerar las reducciones de emisiones para 2030, progreso que se revisará a partir de la cumbre que se celebrará en 2022 en Egipto, que será la primera en África tras cuatro seguidas en Europa y donde sobre todo se hablará de dinero, dicen fuentes comunitarias.
FUERA DEL TEXTO
También hay avances, y el más notable es político: China y Estados Unidos, las dos grandes potencias mundiales y los mayores emisores de CO2 del mundo en términos absolutos, que no per cápita, se han comprometido, por escrito, a trabajar juntos para acelerar la reducciones en esta década para frenar una crisis «existencial».
Parecía difícil hace sólo unas semanas, con un trasfondo de guerra comercial. Y era impensable hace un año, con Trump. La ONU y la Unión Europea lo han celebrado.
También fuera del texto de Naciones Unidas se han anunciado otras declaraciones políticas para reducir las emisiones de metano, para revertir la deforestación y, aunque con menos fuerza, para abandonar los motores de combustión.
No son compromisos vinculantes, pero envían una señal a los mercados de que la economía está cambiando, de que el viaje climático va en serio. Ya no se trata sólo de salvar animales en peligro de extinción, que también, sino de revolucionar el sistema energético y el tejido productivo global en tan solo dos décadas.
«Sabíamos que Glasgow era el principio, no el final», resumía un negociador durante el mercadeo de pactos.