Francisco, el Papa impredecible | Por: David Uzcátegui

 

La noticia de la muerte del papa Francisco ha conmovido al mundo. No solo por el peso simbólico de perder al líder de más de mil millones de católicos, sino porque su figura trasciende lo religioso. Jorge Mario Bergoglio, el primer pontífice latinoamericano, el primer jesuita en ocupar el trono de Pedro y el primer papa en elegir el nombre de Francisco, deja una huella imborrable como el gran reformista del siglo XXI. Fue, a la vez, amado y resistido, pero imposible de ignorar.

Desde su elección en 2013, su pontificado estuvo marcado por una clara voluntad de cambio. Su primera aparición pública, vestido con una sencilla sotana blanca y pidiendo humildemente la bendición del pueblo antes de impartir la suya, ya anticipaba el estilo pastoral que marcaría su papado. Francisco no fue un papa de coronas ni de rituales barrocos, sino un pastor dispuesto a caminar con los más excluidos, a mancharse los zapatos en las periferias, a abrir puertas que por siglos la Iglesia había mantenido cerradas.

Quizás lo más recordado de Francisco será su apuesta radical por una Iglesia cercana, misericordiosa y comprometida con los desafíos de la humanidad. Su encíclica Laudato si’, publicada en 2015, marcó un antes y un después en la relación entre espiritualidad y ecología. Por primera vez, un papa hablaba del cambio climático con urgencia moral, interpelando a gobiernos, empresas y ciudadanos. No fue solo un llamado a cuidar la “casa común”, sino una crítica frontal a un modelo económico que destruye al planeta y a las comunidades más vulnerables.

En lo social, Francisco se convirtió en la voz de los migrantes, de los descartados, de los que no tienen voz. Su imagen besando a personas con enfermedades, almorzando con indigentes, visitando campos de refugiados o hablando con presos en cárceles, consolidó su perfil de papa “callejero”, de Iglesia “hospital de campaña”. Le dolía la indiferencia del mundo y no temía decirlo. Llamó al sistema económico actual “una economía que mata” y criticó con fuerza al “Dios dinero”.

Pero su legado no se limita a lo simbólico. Francisco se propuso cambiar las estructuras internas del Vaticano, tarea titánica que le granjeó poderosos enemigos. Redujo el poder de la Curia, promovió la transparencia financiera, intervino órdenes religiosas envueltas en escándalos y desmanteló redes de corrupción. Fue también el primer papa en actuar con mayor decisión frente a los abusos sexuales cometidos por clérigos, aunque sus respuestas no siempre fueron suficientes para las víctimas.

Impulsó un proceso sinodal —que todavía está en marcha— para democratizar la toma de decisiones dentro de la Iglesia. Dio voz a los laicos, especialmente a las mujeres, e insistió en una “conversión pastoral” que dejara atrás el clericalismo. Acompañó sin condena a las personas divorciadas vueltas a casar, a los católicos LGBTQ+ y a quienes viven en los márgenes de la ortodoxia.

Esa misma apertura fue también lo que más se le criticó. Desde sectores conservadores dentro y fuera de la Iglesia, Francisco fue acusado de sembrar confusión, de diluir la doctrina, de relativizar principios inmutables. Algunos llegaron a llamarlo “hereje” por permitir el acceso a los sacramentos a personas en situaciones “irregulares”. Otros lo vieron como demasiado político, demasiado progresista, demasiado humano.

Hubo quienes jamás le perdonaron su origen latinoamericano, su tono desafiante o su cercanía con movimientos sociales. Lo acusaron de populista, de “romper” con la tradición. Pero quizás lo más inquietante de Francisco para sus detractores fue precisamente su fidelidad al Evangelio: no el de los dogmas, sino el de Jesús que abraza a los pecadores.

En los últimos años, su salud frágil y los rumores de renuncia abrieron el debate sobre el futuro del papado. Pero Francisco no dejó de predicar con el ejemplo. Hasta el final, mantuvo su agenda, habló con los pueblos olvidados, escribió cartas. Su muerte no solo cierra un ciclo, sino que abre preguntas profundas sobre el rumbo del catolicismo.

Francisco no fue un papa perfecto. Cometió errores, omitió respuestas necesarias, no siempre fue claro en temas complejos. Pero su paso por la historia fue honesto, humano y transformador. No vino a complacer, sino a interpelar. No vino a mandar, sino a servir. Como dijo alguna vez, “prefiero una Iglesia accidentada por salir a la calle, que una Iglesia enferma por encerrarse en sí misma”.

Esa es, quizás, su herencia más poderosa: haber hecho del papado una vocación de cercanía. En tiempos de muros, levantó puentes. En tiempos de ruido, ofreció ternura. En tiempos de dogmas duros, sembró misericordia. Y en tiempos de certezas absolutas, se atrevió a decir que dudar también puede ser un acto de fe.

 

 

 

 

 

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