Por: Antonio Pérez Esclarín
El seguir a Jesús, el caminar según el Espíritu, el llamado a la perfección y a la santidad, son propias de todo cristiano, religioso o laico. La espiritualidad cristiana, sin embargo, se ha ligado demasiado a la vida clerical, hasta el punto que con frecuencia, se identifica con ella. Hablar de espiritualidad suena a la mayoría como asunto de curas, de monjas o de personas muy religiosas.. De ahí la urgencia de que los laicos construyamos nuestra propia identidad espiritual.
A mi modo de ver, los laicos tenemos que construir una espiritualidad madura y responsable en las dimensiones concretas de la vida familiar, el trabajo y la política. Frente al erotismo sin alma, la exaltación del placer sexual, la glorificación del cuerpo joven y hermoso, la mercantilización de la sexualidad, la reducción del amor a la mera genitalidad y a una especie de gimnasia corporal, es urgente que los laicos desarrollemos una verdadera espiritualidad de la vida familiar, del vivir dos en una carne. Esto va a suponer la superación de una historia que redujo lo erótico al deseo sexual y acabó por presentarlo como fuente de pecado y amenaza de la espiritualidad. Ello implica reivindicar el cuerpo como fuente de placer, de creatividad, de fecundidad y de vinculación comunitaria. Espiritualidad, por ello, capaz de unir eros y ágape, que vive intensamente, como don y regalo recibido, una sexualidad que es encuentro gozoso de los cuerpos y diálogo fecundo de los corazones. Esto supone un abrirse permanente a la ternura, al descubrimiento del otro, al cuidado del propio cuerpo para poder ser una ofrenda más agradable al cónyuge, el construir la vida sobre los pequeños detalles de la cotidianidad, el estar atento a los deseos y comprender los cansancios, la lucha permanente contra la rutina, la aventura diaria de construir el amor, el agradecimiento de una vida que se renueva en una entrega tan intensa que nos asoma al misterio de la promesa de la felicidad en el amor insondable de Dios. El amor matrimonial debe ser juego y fuego, detalle y pasión. Hogar tiene las mismas raíces que hoguera, y el fuego, si no se alimenta continuamente, muere, se apaga, se convierte en cenizas. El amor es como el agua: sólo cuando está en movimiento, canta y da vida. Si la detenemos, se pudre y mueren sus canciones.
La familia son también los hijos, don de Dios y fruto del amor erotizado compartido. No basta engendrar o parir para ser sin más padre o madre. Uno se hace padre o madre por las relaciones de amor que es capaz de anudar con sus hijos. La espiritualidad familiar implica vivir tratando de ser un ejemplo, de modo que los hijos puedan asomarse a las dimensiones infinitas de Dios como Padre. Estoy convencido de que la mejor herencia que uno puede dejar a los hijos es el recuerdo de unos padres unidos, que se respetan, quieren y se esfuerzan por ser felices porque cada uno se preocupa y ocupa de la felicidad del otro. La paternidad y la maternidad suponen amar a los hijos con un amor que no coarte sino que estimule su libertad. Amar a los hijos exige no intentar repetir en ellos nuestras vidas o nuestros proyectos, sino tratar de vivir con ellos y junto a ellos, la autenticidad de la propia vocación, para que ellos puedan encontrar su propio rumbo y sean capaces de recorrerlo con autenticidad y profundidad.
Junto a la familia, los laicos tenemos el deber de vivir y construir una espiritualidad del trabajo y de la política. A través del trabajo, continuamos los seres humanos la obra creadora de Dios que nos llamó a recrear el mundo, a humanizarlo, a hacer de él un hogar digno para todos, a cuidarlo y conservarlo y no destruirlo. Según el Génesis, Dios descansó después de haber creado al hombre y a la mujer, es decir, podía descansar porque dejaba en sus manos la continuación de su obra creadora. El actual mundo que pudiendo satisfacer las necesidades básicas de todos, hunde a las mayorías en la miseria más atroz, es una dolorosa constatación de que los seres humanos no estamos utilizando apropiadamente, según el plan de Dios, el poder creador que puso en nuestras manos. De ahí la importancia de desarrollar junto a la espiritualidad del trabajo y también del ocio (mucho habría que decir de la espiritualidad de la diversión y el disfrute), una auténtica espiritualidad de la política entendida como servicio al bien común, como medio de estructurar la sociedad de modo que se garanticen los derechos fundamentales de todos. No es posible vivir en la política el dualismo de una fe y una espiritualidad que no se traduzca en superación de las aberraciones del clientelismo, de la privatización de lo público, de la corrupción, de la defensa exclusivamente de los míos, del pragmatismo descarnado que busca el poder por todos los medios y renuncia a la construcción real de una sociedad participativa, justa y fraternal. De ahí la urgencia de volver a ligar a la política con la ética, pues sin ética la política se convierte en clientelismo, nepotismo, corrupción, abuso de poder, dominación, apropiación de los bienes públicos como si fueran propios.
@antonioperezesclarin
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