Para salir de esta demasiado larga crisis que agudiza el sufrimiento, la miseria y la desesperanza, necesitamos aprender a escuchar y mirar con el corazón. No podemos seguir como estamos: divididos, rotos, enfrentados. En Venezuela, hablamos y hablamos pero escuchamos y nos escuchamos poco. En consecuencia, necesitamos aprender a escuchar. Escuchar antes de opinar, de juzgar, de descalificar. Escuchar viene del latín: auscultare (auscultar), término que se lo ha apropiado la medicina, y denota atención y concentración para comprender y poder ayudar. Escuchar, en consecuencia, no sólo las palabras y gestos, sino los silencios, los dolores y rabias, el hambre y la miseria, los gritos de la inseguridad, la desesperanza y el miedo. Escuchar a todos aquellos a quienes se les niega la palabra o no se les toma en cuenta. Escuchar también las acciones, la vida, que con frecuencia niegan lo que se proclama en los discursos. Muchos deshacen con sus pies lo que intentan construir con sus palabras: “El ruido de lo que eres y haces no me deja escuchar lo que me dices”.
Necesitamos escuchar y también escucharnos. Escucharnos en silencio que es la cuna de toda palabra auténtica, para ser capaces de dialogar con nuestro yo profundo y descubrir qué hay detrás de nuestras convicciones, de nuestras intenciones, de nuestro comportamiento y vida. Escucharnos sin miedo para llegar al corazón de nuestra verdad pues, con frecuencia, repetimos fórmulas vacías, frases huecas, consignas aprendidas, rumores o mentiras que damos por ciertas, convicciones que no nos atrevemos a analizar y cuestionar. Por ello, nos aferramos a nuestras palabras e ilusiones sin la capacidad ni el valor para analizar si tienen fundamento, y si son constructoras de reencuentro y vida.
Para poder escucharnos, necesitamos de más silencio y soledad. Soledad para hacer un alto en nuestra vida agitada, para hablarnos con calma y dialogar con nosotros mismos, para ir a la raíz de nuestra vida y poder analizar nuestras creencias y las informaciones que nos llegan. Pero aturdidos de ruidos, gritos, cháchara y palabrería hueca, nos cuesta mucho adentrarnos en el silencio. Por eso nos estamos volviendo tan superficiales y nos dejamos manejar por promesas, por charlatanes llenos de retórica hueca.
Necesitamos también aprender a mirarnos, para ser capaces de vernos como conciudadanos y hermanos y ya no como rivales o enemigos. El conciudadano es un compañero con el que se construye un horizonte común, un país, en el que convivimos en paz a pesar de las diferencias. El ciudadano genuino entiende que la verdadera democracia es un poema de la diversidad que no sólo tolera, sino que celebra que seamos diferentes. Diferentes pero iguales. Precisamente porque todos somos iguales, todos tenemos el derecho de ser y pensar de un modo diferente, dentro del marco de la Constitución y los Derechos Humanos.
“Lo esencial es invisible a los ojos. Sólo se ve bien con el corazón”, escribió Saint Exupery en El Principito. La mirada con el corazón es una mirada cariñosa que acoge, estimula, supera las barreras, genera confianza, construye puentes. Mirada también crítica, que trata de ir al fondo de los conflictos y problemas, y no se contenta con explicaciones superficiales, con consignas, frases hechas, o lo que dicen “los míos”. Mirada amorosa que no excluye a nadie, sino que incluye, acompaña, respeta, genera confianza. Mirada creadora, capaz de ver al hermano en el rival, la Venezuela posible en nuestro actual desconcierto y división.
@pesclarin