Por: Alexis el C. Rojas Paredes
Universidad Nacional Experimental “Simón Rodríguez”
No sale afuera nada que previamente no haya sido
formado dentro, y, en consecuencia, es dentro donde
se hace la obra significativa.
Frances Yates
Aproximarse a la obra de Mario Briceño Iragorry, una de las figuras insignes de nuestra historia venezolana y en particular de la historia de Trujillo, lleva a recorrer la mirada hacia el tratamiento del tiempo pasado, a partir del presente del escritor adulto, en una relación de reciprocidad entre el tiempo de la existencia y el de la narratividad. Un tiempo que unificado al valor de las localidades y regiones de nuestro país en sus diversas circunstancias políticas, culturales y sociales, marcan definitivamente su pensamiento reflexivo en el hacer de la extensa producción histórica-literaria, cuya esencia es la defensa de la identidad del ser en el seno de la patria, buscando desde la revelación de la época que le tocó vivir, la trascendencia del hombre virtuoso de la sociedad venezolana en las nuevas generaciones.
En este sentido, el acercamiento al texto, Mi Infancia y Mi Pueblo (1951), busca interpretar su escritura a la luz de una visión ontológica profundamente nacionalista, signado por la yuxtaposición temporal del ayer con el ahora, y del amor familiar con la querencia del lugar de origen: “Al buscarme a mí mismo en función de venezolanidad, tropiezo con Trujillo y con su historia”[1]. En un acto creador de sus recuerdos infantiles, visualiza a partir del mismo título una recreación lingüística que representa, al estilo Aristotélico, la “síntesis ideal” del discurso narrativo.
Mi Infancia y Mi Pueblo, unión de dos sustantivos en grado posesivo, con una densa carga semántica y emotiva, configuran la reminiscencia en una interrelación entre su ser y su mundo, sus vivencias y su historia, su hogar y su pueblo natal, Trujillo. Es una obra que revela sentimientos genuinos, de profunda sensibilidad plena de valores morales y de honra a la patria venezolana; donde se conjuga hermosamente el amor maternal y espacial: “Cuando la pienso, he de verla siempre unida al panorama de mi tierra nativa. Y porque amo desmedidamente el recuerdo de mi madre he de amar con pasión semejante el lugar donde ella me dio a luz y donde me nutrió para la vida”[2].
En esa mirada retrospectiva a sus orígenes hay una búsqueda de sí mismo, un encontrarse desde su propio ser en consonancia con su terruño geográfico, posibilitado a través del valor expresivo del lenguaje: “Para saber quién soy y para saber lo que es la gran patria venezolana, tuve que empezar por buscarme a mí y por buscar mis raíces venezolanas en el suelo y en la historia de Trujillo”[3], ambos aspectos se encuentran íntimamente amalgamados y forman parte de su existencia.
Dos campos semánticos intrínsecos y heurísticos, donde se fragua la narración de una historia personal, de modo vivencial y testimonial, en una vuelta al pasado con el propósito de recrear una serie de acontecimientos humanos, a través de imágenes y asociaciones simbólicas generadoras de sentido. Desde este panorama, se abre la interpretación en los siguientes componentes sujetos a la reflexión y discusión.
Construcción discursiva: un lugar de reencuentro
La creación está constituido por tres cartas, y una carta final, un género discursivo particular que envuelve su narrativa. A excepción de la última, las tres primeras, apuntan a un destinatario femenino mediante la cordial expresión de saludo: “Mi muy amable y generosa amiga:” con la que inicia cada carta, a la que alude internamente y a la que a ratos interroga, sin llegar a precisar su receptora. De manera, análoga al texto Mensaje sin destino, el destinatario se encuentra indefinido; por lo que, bien, puede ser interpretado como una escritura con dimensiones y pretensiones de apertura hacia una verdadera relación que va más allá de alguien en particular, quizás en el rostro de la patria “generosa amiga de todos los tiempos”[4], buscando situar, así, su historia a todo lector.
De esta forma, la palabra epistolar conferida en su carácter personal e íntimo del ser del autor, se proyecta a su máxima expresión; es decir al ser íntimo del lector, en una versión narrativa que se propone dejar un testimonio escrito, indeleble, de un tiempo olvidado, de su inquebrantable amor familiar y patriótico surcado en una serie de figuras representativas, acontecimientos y localidades. Escritura mediante la cual sostiene el desarrollo progresivo de un denodado pensamiento, profundo, reflexivo, manifiesto en un lenguaje pródigo y abierto, de matiz conversacional en esa intención de contar la historia de su exaltado mundo.
En la medida que Briceño Iragorry cuenta la historia, va revelando su propia historia. Nos va presentando de manera vinculante e intrínseca su realidad, reavivando para sí los sentidos de la infancia mediante la apelación de la memoria. Ello implica, un recorrido significativo entre el pasado de la historia y el presente de la narración, desde la perspectiva de un “yo” que cuenta de sí mismo, unido a su “yo colectivo”, en tanto cuenta la historia de “otros” sujetos que integran y comparten la experiencia de su mundo.
Esta reciprocidad de instancias las denomina Ricoeur “repetición narrativa”, en donde: “la temporalidad es una estructura de la existencia –una forma de vida- que accede al lenguaje mediante la narratividad, mientras que ésta es la estructura lingüística –el juego de lenguaje- que tiene como último referente dicha temporalidad”[5] Y en esa revelación de acontecimientos que trazan la existencia infantil del escritor, se configura el tiempo de la historicidad -cronológico y humano-; noción que Ricoeur toma de Heidegger y que caracteriza como aquél “que hace hincapié en el pasado”[6] y el de la narratividad, creada en el acto de contar, en el modo de manifestar de forma epistolar su ensoñada historia.
Esta relación de reciprocidad tiene su tratamiento en el texto bajo la recurrente apelación de la memoria, desde la evocación de un pasado, configurado o recreado en profusas imágenes espaciales y temporales, enaltecido por sentimientos y un saber que subyace en el yo infantil del escritor. Desde la perspectiva de la memoria ocultista del renacimiento concebida por Giordano Bruno y referida por Yates: “La meta del sistema de la memoria es fundar en el interior, en la psique, por medio de la organización de imágenes significativas, el retorno del intelecto a la unidad”[7], en el caso del escritor a la red histórica genuina generada en su propia textualidad, donde el lenguaje se apropia del contexto “real” del escritor para hacerlo intrínseco a su ser; es decir, partir de su mundo interior, y por lo tanto existir solo dentro de ella.
Briceño Iragorry, muestra un discurso que accede al poder de la memoria y la imaginación, “la más elevada potencia del hombre por medio de la cual podrá aprehender el mundo inteligible allende a las apariencias, asible con imágenes significativas”[8], para reencontrarse con el pasado, para recrear y soñar escenas vividas o contadas. Así, entre la imaginación personal y la imaginación colectiva de moradores de la época reconstruye la historia familiar ética y social, así como las variadas referencias personales, geográficas e históricas que amalgaman una escritura de historicidad narrativa.
Se trata de un texto que busca la revelación de una formación ontológica de la tierra local y nacional para dejar constancia de la memoria cultural e identidad de los pueblos. Ello implica la presencia de elementos que contribuyen a la configuración de sentidos en el desencadenamiento creativo, cuya intención del escritor es la de proyectar un tiempo histórico-social.
Espacios infantiles: fuentes de formación
La narración evocativa de espacios centrales y localidades del lugar nativo son significativas en el texto, simbolizan para Briceño Iragorry su esencia formadora, de donde procede el profundo sentimiento familiar y fervor patriótico, perceptible desde las particularidades de un “yo” que se entrelaza a la historia de un “yo” colectivo para integrar la visión del mundo infantil. Esta mirada se edifica en el enunciado que recoge el insondable sentimiento y respeto por el lugar de origen, su Trujillo la “tierra de María Santísima”, y desde esa querencia enarbola la Patria grande, asienta el amor nacionalista que rige su existencia, y con ello el eje central de su escritura.
Dentro de la unidad semántica infancia-pueblo, se entreteje una doble noción: la casa- hogar y la casa-terruño, espacios de la infancia donde se formó el escritor, donde fragua la esencia humana y desde donde mira con grandeza la historia de la pequeña patria: “Cuando pienso en mi tierra natal; y me doy a exaltar sus elementos históricos-geográficos, para nada me separo de la idea de que allí reside, para mi concepción personal, la primera piedra del edificio de la gran patria venezolana”[9].
La casa-hogar, constituye el vínculo afectivo de la familia, representa el lugar de sus primeras enseñanzas, donde nutre la sensibilidad humana, edifica los valores éticos, morales, y surca el mundo del sueño. Es un espacio que abre el proceso de formación hacia verdaderos estados de afectación en el ser, al decir de Gadamer, implica una formación donde “uno se apropia por entero aquello en lo cual y a través de lo cual uno se forma…En la formación alcanzada nada desaparece, sino que todo se guarda”[10].
Así, vemos, en primera instancia la representación de la abuela materna, “la única que conoció”, de una “Buena republicana” que “no entendía otra nobleza sino la virtud,”[11], mujer de un profuso amor y de quien escuchó anécdotas que hoy revive. La imagen del padre, hombre honrado, de valores inquebrantable, apasionado al mundo de las constelaciones, quien le enseñó a mirar el firmamento, “a viajar por las estrellas”[12].
Y de mayor representación en el tiempo, se muestra la imagen de la madre, quien cultiva un proceso de formación fundado en el “saber de la experiencia”, al decir de Larrosa. Le enseñó “amar la vida”, a valer por “las acciones humanas”, a valorar sus virtudes, a guiarlos en sus estudios, desde “la infinita ternura que era esencia de su espíritu”[13] (13) pero también a soñar, a potenciar el estado natural de la infancia. “Ella… me enseñó a soñar desde muy niño…ella me explicaba el lento vuelo de las nubes”[14]. Vivencias infantiles que lo adentraron al mundo de la imaginación, concebida para Bruno como “el vehículo del alma y de entendimiento, el vehículo de la luz y la vida…. la expresión más plena del hombre”[15].
En esta triada familiar hacedora de valores y de ensueños, se forma su ser, ámbito donde surge la curiosidad, las primeras miradas al mundo mágico mediante los viajes imaginarios, donde registra imágenes inolvidables, concebida, ahora, en gratos recuerdos de la memoria y a las que elogia con bondad y grandeza humana. Espacio signado, además por el simbólico elemento del fuego bajo la visión de lo sagrado, con varias connotaciones inherentes a las formas de vida originaria de las familias y el pueblo.
Junto a toda esta significación de la noción casa-hogar, se teje la noción casa-terruño, el cual constituye el vínculo con su lugar nativo, espacio que de igual forma revive en la memoria como sustancia intrínseca de su ser, en el sentido de Lezama Lima “como un plasma del alma que es siempre creadora, espermática, pues memorizamos desde la raíz de la especie”[16], para reencontrarse con los orígenes históricos-geográficos de su alegre mundo infantil. El propio escritor en la carta segunda, revela abiertamente la necesidad de evocar sus sentimientos para rendir “homenaje a la tierra nutricia donde empieza para cada ciudadano el área generosa y ancha de la Patria”[17].
La historia nos deja ver su apacible Trujillo, cuando era todavía una colonia agrícola y su modesto pueblo de San Jacinto, encumbrado en la quietud de la montaña y bordeado por la aguas del río Castán, de un “encanto singular”: su paisaje, sembradíos, topografía, las primitivas y pintorescas casas de humildes moradores, expresadas en hermosas imágenes que articulan su exaltado mundo de ensueño: “Me pareció que sobre la verde masa de la caña hubiera descendido un cúmulo de gris neblina, suavemente movida al compás de débil brisa”[18]. Donde vive la alegría de su mundo infantil en medio de una peculiar forma de vida caracterizada por el sedentarismo, sencillez, humildad, recato familiar, donde el aislamiento y poca movilidad social les hacía asumir pequeños eventos cotidianos como grandes aventuras generadoras de alegría.
Pero no solo exalta los recuerdos alegres de su pueblo, también evoca pasajes lleno de pobreza, tristeza o miedo, estados de afectación experimentados en varias ocasiones en su infancia, con personas en abandono humano, o “la desnuda realidad de la muerte” inesperada, trágica y dolorosa de familiares incluyendo la de su padre, y con ella la pérdida de su alegría infantil, la tristeza del duelo: “No había llegado aún a los doce años y una tarde espantosa,…yo vi morir a mi padre. Lo vi muerto, y sentí que algo se me había muerto con él”[19].
Entre los espacios evocados generadores de vivencias inolvidables y formadores de su conciencia infantil se tiene la escuela de sus “primeras letras” y el convento franciscano, una enseñanza de “escuela abierta a los distintos sectores sociales…Aquella era de verdad escuela de democracia”[20], sin distinciones sociales y partidistas. Otro de los espacios locales configurativo de su contexto trujillano que forma su ser, es el de la iglesia Nuestra Señora de la Paz: “para mí esta iglesia tiene un valor que no la iguala el de Nuestra Señora de París o el propio de la catedral de San Pedro en Roma. Porque a esta iglesia…fui llevado de la mano para recibir en su bautisterio el óleo cristiano…habían ido mis padres a recibir la bendición para sus nupcias. Y habían ido también mis abuelos por más de tres siglos”[21]. Una analogía de grandeza insuperable, simbolizada no en la belleza sino en la profunda significación en su vida: el sentimiento de lo sagrado para la familia, en ese humilde espacio instituyó su esencia religiosa cristiana.
Toda esta evocación de recuerdos, manifiestos a través de la escritura, ordena un cuadro formativo familiar y social de calidad ética-moral; y de un mundo marcado por la curiosidad de la imaginación, desde la apacible cotidianidad que vivió en su tierra natal. Bien mediante los viajes “reales”, de lugares concretos y corto recorrido, y los viajes imaginarios, lejanos, indetenibles, deseoso de traspasar el “muro de colinas y de sierras… mis ojos, más que mis propios sentimientos, reclamaban amplitud de horizontes”[22]; por lo que traspasa el viaje imaginario de “las nubes tornadizas” para registrar aventuras fantasiosas en “caminos nuevos”.
Valoraciones culturales configurativas del añorado pasado
Dentro de este contar narrativo, se añade otro componente que enriquece la historia, al rememorar eventos de orden cultural albergados a lo largo de los años, que dan forma a un amplio sentido de pertenencia y construcción de identidad local, que hacen de la historia un legado de tradiciones, donde subyacen profundos sentimientos llenos de bondad, forjadores de la sencillez de la vida cotidiana. Aquí profundiza el discurso del tiempo de la historicidad y el configurativo, hecho fundamental en su narración.
La exaltación de eventos y grupos culturales autóctonos que dejaron huellas en la memoria del escritor manifiesta en la escritura, configura los valores culturales que formaron a las generaciones del ayer, y su práctica social constituye la expresión del pueblo. Esta valoración establece la relación entre el “yo” del escritor y la vida cultural de un “yo” colectivo, representada en varias festividades que populariza la tradición.
De estos eventos, el escritor evoca la tradicional preparación de los pesebres con recursos naturales del campo, y la celebración de las actividades decembrinas, de regocijo especial para los niños, que congregaban a varias comunidades del pueblo con la acostumbrada fiesta del “Enano de la Kalenda”, en la noche de Noche Buena; un canto y baile de referida reminiscencia negroide representada en una graciosa farsa, en medio del Trujillo “de faroles de aceite, aquella invención tenía la gracia de que hoy carecería a la luz de las bujía eléctricas”[23]. Además de los actos de conexión religiosa, la típica cena y el disfrute de autóctonas bebidas y dulces obsequiados dentro de amables tertulias. Igual se destacan las imágenes relativas al Día de Reyes, la búsqueda y hallazgo del “Niño Perdido”, las festividades patronales en honor a Nuestra Señora de la Paz, una fiesta religiosa y popular desde los días de la Colonia.
Estas costumbres, evocadas a través de profusa imágenes indicadoras de un riquísimo mundo de encanto, que forman parte del ser y hacer local, sembraron en su infancia una tradición genuina, autóctona, “enraizada en el suelo fecundo de una historia nutrida por nuestra independencia”[24], portadora de conciencia histórica-cultural. En él subyace la preservación de la cultura tradicional venezolana, valor incuestionable, de un ayer sencillo, digno y libre de intervenciones ajenas; al hoy, un presente desdibujado, en gran medida, de su concepción sagrada, sustituida por “una cultura sin espíritu”[25], que desvanece la trayectoria generacional y atenta contra la grandeza de los valores vitales de la idiosincrasia venezolana.
El Nacionalismo: un compromiso insoslayable
A partir de sus propias vivencias que se constituyen en el recuerdo y que actualiza su significado en la creación escrita como una representación simbólica de la vida, parafraseando a Gadamer, integra una visión venezonalista, asentada en el pasado colonial y agrícola, a la vez de una conciencia histórica-social. Desde el presente histórico de la narración proyecta su “intención creadora”, fundada en una concepción de vida y de mundo a partir de las raíces de su propio ser como esencia fundamental para entender la tradición histórica a la que todos pertenecemos.
La temática de venezolanidad es exaltada con orgullo en su escritura, pues representa, además, la tierra de sus abuelos y de todos los que la defendieron y lucharon por hacerla independiente de España; pese, incluso, a algunas objeciones como la expresada por su amigo Luis de Oteyza, puntualizada en el texto, quien le manifestó abiertamente “que se abstuvo de recomendar libros míos para una biblioteca venezolana que se traduciría al francés, por estar mis obras exclusivamente destinadas a temas nacionales, de ninguna utilidad para lectores extraños”[26].
Durante la historia narrada, Briceño Iragorry, desde su prodigiosa memoria ilustra un amplio panorama de hombres de la vida militar, política, religiosa, y su desempeño en la estructura político-religioso-social, hombres que se formaron en Trujillo en los tiempos de la colonia. Arquetipos regionales de imagen pública que evidencian la preservación de valores de tradición nacionalista en el espíritu del hombre de “la Tierra de María Santísima”, y que en el trasegar de grandes hombres dieron su aportación histórica: “Mire usted cómo mi pueblo nutrió desde la alta colonia el rancio Señorío de Caracas….que ilustran prestigios estirpe capitalina”[27]; de allí que su pueblo no es solo su Patria chica sino también su Patria grande.
Su pasión por la tierra natal, le permite de igual forma hacer una valoración a los arquetipos civiles: ilustres sabios, ciudadanos de bien, familias honorables, que conforman la “escala social”, ejemplo de rectitud, honestidad y dignidad humana; en fin un grupo humano que funda los antiguos valores éticos- morales, conciencia e identidad de pueblo y de Patria.
Bajo este sentimiento y pensamiento nacionalista procura una conciencia patriótica, insta a la defensa de un pasado que considera memorable, de un pasado ideal centrado en su postura ética-moral, frente a una realidad nada esperanzadora en el presente y las generaciones por-venir. “Hoy, los vendedores de la Patria se cuentan entre la llamada gente “decente”. Los que defendemos la nación hemos pasado a la categoría de “agitadores peligrosos”[28].
Toda esta perspectiva hace de su discurso narrativo una escritura con marcados rasgos estéticos del romanticismo y el modernismo, vista de igual forma bajo la corriente filosófica del liberalismo romántico, como bien lo apunta Hernández en su Texto Mario Briceño Iragorry Artesano de la Escritura (1993)[29].
Vemos, así en este recorrido de memoria evocativa, manifiesta en la palabra epistolar de Mi Infancia y Mi Pueblo, la confluencia de su identidad personal, geográfica-cultural e histórica-social; es decir un estado de conciencia humana e histórica, que a partir de su lugar nativo forja la identidad nacional con espíritu fervoroso. En fin, Mario Briceño Iragorry, es un escritor historiador, que desde su sensibilidad y agudeza reflexiva supo mirar hacia el pasado, para detenernos en él, y a la vez, convocarnos a aprender a ver y comprender lo que somos como entes históricos.
Y así como, refiere el propio escritor, Julio Sardí, después de visitar a su ciudad natal en 1920, le insinuó: “Salve usted algún día para la literatura el sabor del viejo Trujillo”[30]; la convocatoria es para hoy. Convocatoria a proseguir en estos encuentros de difusión y afianzamiento del pensamiento de este ilustre trujillano, y así engrandecer el pasado de nuestra patria venezolana a través del acto creador de la palabra.
[1] Briceño Iragorry, Mario. (1997). MI INFANCIA Y MI PUEBLO. Trujillo-Venezuela: Comisión Regional-Trujillo, Año Centenario del Natalicio de MBI. P.12
[2] Briceño Iragorry, Mario. Op. cit., p.13.
[3] Ibídem., p.14.
[4] Ibídem., p. 11.
[5] Ricoeur, Paul. (1999). La Lectura del tiempo pasado: Memoria y olvido. Madrid: Universidad Autónoma de Madrid., p.183
[6] Ibídem., p. 185.
[7] Yates, Frances A. (1974). EL ARTE DE LA MEMORIA. Madrid: Taurus, p.266.
[8] Ibídem., p. 268.
[9] Briceño Iragorry, Mario. Op. cit., p.43.
[10]Gadamer, Hans-Georg. (1996).Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica. Salamanca: Sígueme, p.40.
[11] Briceño Iragorry, Mario. Op. cit., p.12.
[12] Ibídem., p. 47.
[13] Ibídem., p. 13.
[14] Ibídem., p. 13.
[15] Bruno, Giordano. (1973). Mundo, Magia, Memoria. Madrid: Taurus. , p.33.
[16] Lezama Lima, José. (1969). La expresión americana. Santiago de Chile: Universitaria, p.22.
[17] Briceño Iragorry, Mario. Op. cit., p.43.
[18] Ibídem., p. 13.
[19] Ibídem., p. 55.
[20] Ibídem., p. 21.
[21] Ibídem., p. 27.
[22] Ibídem., p. 46.
[23] Ibídem., p. 23.
[24] Ibídem., p. 24.
[25] Ibídem., p. 46.
[26] Ibídem., p. 12.
[27] Ibídem., p. 17.
[28] Ibídem., p. 66.
[29]Hernández, Luis Javier. (1993). Mario Briceño Iragorry Artesano dela Escritura. Mérida-Venezuela: Consejo de Publicaciones-ULA.
[30] Briceño Iragorry, Mario. Op. cit., p.38.
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