Como cualquier otro día, el 20 de marzo de 2024 Pedro Urruchurtu, coordinador de asuntos internacionales de Vente Venezuela, se movilizaba en mototaxi por Caracas para ir a trabajar. Pero ese día en particular, le pareció que algo no iba del todo bien. Tenía la extraña sensación de que alguien lo podría haber estado siguiendo.
Lo pudo comprobar a los pocos minutos de haber llegado a la oficina del partido político. A su celular llegaron mensajes de que funcionarios de los servicios de seguridad del gobierno venezolano habían detenido a Henry Alviarez, el coordinador nacional de organización de Vente Venezuela. Seguidamente, también ocurrió lo mismo con Dignora Hernández, exdiputada a la Asamblea Nacional (2016-2021) y secretaria política del partido. Su arresto se hizo viral en las redes sociales, cuando un video grabado por un transeúnte captó el momento en el que funcionarios armados la forzaron a entrar a una camioneta en contra de su voluntad mientras pedía auxilio a gritos.
“En ese momento, entendimos que el juego había cambiado”, dijo Urruchurtu en conversación con El Nacional. Inmediatamente, tanto él como el resto de los miembros del equipo, comenzaron a hacer llamadas para definir qué hacer. Fue así cómo contactaron a Gabriel Volpi, quien para entonces era el encargado de negocios de Argentina en Venezuela. Le comentaron que necesitaban protección y resguardo con urgencia.
Desde la oficina del partido salieron a otro punto que Urruchurtu no revela por motivos de seguridad. Allí los recogió el diplomático argentino. En esos instantes, mientras esperaban resguardados, Tarek William Saab, fiscal general, había solicitado la emisión de órdenes de captura contra todo el equipo asesor de María Corina Machado, la líder opositora.
—¿Cómo lidiaron con el hecho de tener que planificar la campaña presidencial de Edmundo González Urrutia y el recorrido por Venezuela de María Corina Machado estando encerrados en una embajada?
—Fue retador. Obviamente teníamos las restricciones muy claras, pero nos adentramos tanto en el trabajo que llegó un punto en el que no había otra opción sino pensar en eso y avanzamos con la campaña. Fue una campaña muy intensa, porque, mientras por un lado se avanzaba en la campaña misma, como los viajes, encuentros y recorridos, inmediatamente luego venía la ola represiva. Después de cada gira, teníamos compañeros presos, escondidos o teniendo que salir (de Venezuela). Lo vivimos muy intensamente, cada uno en su área, teniendo reuniones todos los días para organizar las acciones.
—¿Cuál área en específica coordinaba cada uno?
—A mí me tocó liderar parte del proceso de la invitación de los observadores internacionales del comando para la campaña para la elección del 28 de julio, que prácticamente a 99% los deportaron y no los dejaron entrar al país. En las reuniones denunciábamos permanentemente todo lo que ocurría en el país a nivel internacional, como la represión. Magalli (Meda) liderando la campaña. Claudia (Macero) en el tema comunicacional. Humberto (Villalobos), además, preparando toda la estrategia electoral y todo lo que pasó a la magia del 28 de julio a nivel de organización para recoger las actas. Omar (González) en la articulación política. Era muy intenso, con mucho trabajo y lo asumimos. Y yo creo que por eso nos castiga el régimen: le ganamos una elección mientras nos intentaron anular en una embajada.
—¿Llegó a haber algún momento en el que se sintieran desanimados, desesperanzados o nerviosos?
—Sí, siempre había momentos de desánimo. Creo que es normal. Además, parte de lo que buscaba el régimen era eso: quebrarnos. Sólo que nosotros teníamos la habilidad de identificar rápidamente ese momento (de debilidad) y nunca reprimirlo, porque al final uno tampoco puede reprimir las emociones. Lo asumíamos, respirábamos profundo y seguíamos.
—Durante ese tiempo, además del asedio a la embajada por parte de los funcionarios de seguridad del Estado, también les restringieron las visitas, el acceso de alimentos y medicinas, y los servicios de energía eléctrica y agua.
—Las restricciones de visitas, la dinámica, cada humillación. Cada vez que había que comprar algo en las farmacias revisaban a los motorizados, después abrían las bolsas y las cajas hasta romperlas. A veces los policías se quedaban con lo que les daba la gana porque les provocaba. Cuando ya en los últimos meses no teníamos nevera, que había que comprar hielo para poder mantener lo mínimo que se pudiera refrigerar, la policía agarraba las bolsas de hielo y las dejaba al sol para que se derritieran y nada más poder tener la mitad del hielo. Otro tema era el del agua: eran tres minutos cronometrados por los policías sobre el camión del agua, diciéndole que si se pasaba de los tres minutos iría preso por terrorista. A los motorizados le preguntaban que por qué le estaban trayendo comida a un terrorista. Fue muy duro porque era como la incertidumbre permanente, la humillación permanente. Ellos nos fueron llevando poco a poco a una dinámica de supervivencia, sólo que nosotros decidimos resistirla.
—¿Y cómo hacían para comer?
—Todo se fue restringiendo poco a poco. Cuando ingresamos a la embajada, por ejemplo, que todavía había personal diplomático, era más fácil ingresar las compras del mercado. Teníamos electricidad y nevera. Pero todo fue empeorando. Ya en los últimos meses sólo ingresaba a la embajada alimentos no perecederos que comprábamos en farmacias. No había manera de que ingresaran las compras en mercado: retenían durante horas el camión con las bolsas o amenazaban a quienes traían las compras. Entonces, después nadie nos quería traer las compras del supermercado porque les daba miedo. Pero resolvíamos: entre todos nos ayudábamos y a veces repetíamos la misma comida durante diez días seguidos. Administrábamos las raciones, a punta de latas de atún y pan.
—¿Algún caso en particular que recuerdes sobre estas prácticas y que puedas contar?
—Está el precedente del caso de Omar (González). El día de su cumpleaños su familia le mandó una caja de comida, pero no solamente se robaron (los funcionarios que custodiaban la embajada) la caja, sino que se llevaron (detenido) al chofer del carro durante horas. Después, por intermedio de una gestión diplomática de Brasil, devolvieron la caja pero sólo con la mitad de las cosas que tenía originalmente.
—Cuando esos funcionarios hacían ese tipo de cosas, ¿en algún momento llegaron a intercambiar palabras con ellos?
—Hubo varios episodios de confrontación respetuosa. Desde el balcón que teníamos en la embajada se les reclamó, pero ellos te ignoraban, te apuntaban (con sus armas) o respondían que cumplían órdenes. Claramente había una decisión de mantenernos allí con lo mínimo. A esa casa no entraba ni salía nada sin que ellos tomaran fotografías e hicieran un recuento de lo que llegaba.
—¿Por qué crees que los funcionarios eran capaces de cometer ese tipo de acciones sin remordimientos aparentes, más allá de la orden que recibían?
—Yo no creo que todos, pero probablemente muchos estaban conscientes de lo que estaban haciendo. Algunos otros quizás ni siquiera entendían por qué nosotros estábamos allí (en la embajada). Sí sabemos que hubo mensajes de sus jefes diciéndoles que no nos creyeran nada porque nosotros éramos terroristas, que los funcionarios eran nuestros enemigos y que los íbamos a joder si llegábamos al poder. Ese tipo de juego de intentar lavarles la mente para no generar ningún tipo de empatía también dice mucho de las desconfianzas y deslealtades que puede haber adentro (del gobierno venezolano). Creo que hay maldad en algunos de ellos y que algunos están tan conscientes de lo que han hecho que piensan que no tienen otra opción y que no pueden salir de ahí. No dudo que haya gente buena y comprometida adentro (de las fuerzas de seguridad) que quieran salir de esto. Pero en Venezuela todo el mundo es rehén de alguna manera.
—Además del asedio que sufrieron en la embajada, ¿sus familiares o personas cercanas llegaron a ser amenazados?
—Siempre hubo hostigamiento. No era sólo contra nosotros. Patrullaban las casas o apartamentos de nuestras familias, a quienes había que esconder en caso de que estuvieran en Venezuela. La inmensa mayoría estaba fuera del país. Nuestras cuentas bancarias estaban bloqueadas y nuestros pasaportes anulados. También sembraban el miedo en muchos amigos, gente cercana que al final no se atrevía a hacer más por ayudar porque, de hacerlo, podían ser detenidos. Viví casos de amigos que me escribieron para decirme que iban a dejar de seguirme en las redes o eliminar nuestras conversaciones por temor a que les revisaran los teléfonos. Yo entiendo a mis amigos y a mi entorno, no los juzgo.
—Pasaron muchos meses junto a Fernando Martínez Mottola en la embajada. ¿Cómo recibieron la noticia de su fallecimiento apenas meses después de haber abandonado el recinto diplomático?
—Fue muy doloroso. Él siempre fue muy transparente desde el día que ingresó a la embajada al decirnos que trabajaba y deseaba estar en su casa junto a su esposa, sus hijos y sus nietas, que eran su adoración. Trabajó sin descanso para eso. Sin saberlo, la noche antes (de que Martínez Mottola abandonara la embajada) él y yo tuvimos una conversación como nunca la habíamos tenido en los nueve meses que estuvimos allí. Hablamos durante tres horas más o menos sobre su experiencia como ministro (de Transporte y Comunicaciones entre 1992 y 1993), de historia, de estoicismo, de consejos. Fue una conversación enriquecedora como pocas en mi vida, pero sin yo saber que sería la última. El propio Fernando, al día siguiente de haberse ido de la embajada, nos llamó a cada uno para explicarnos su decisión. Lo respetamos y lo entendimos. Y luego, por supuesto, su muerte fue muy dolorosa. Fernando era la persona más completa y activa del grupo: hacía ejercicio, leía, escribía, meditaba. Es impactante porque, además, para nosotros fue asumir que pasó más tiempo, los últimos tiempos de su vida con nosotros que con su familia. Asumir eso es muy duro.
—Entiendo que es difícil para usted aclarar detalles sobre la “Operación Guacamaya”, pero quería preguntarle qué pasó por la cabeza de todos ustedes cuando escapaban de la embajada. ¿Tuvieron nervios? ¿Llegaron a pensar que algo podía salir mal?
—Sí, miedo siempre hay. Si tú no sientes miedo, no estás vivo. Estábamos muy conscientes del riesgo, pero ya había llegado un punto en que era preferible correr ese riesgo de escapar que mantenernos en la embajada. Es decir, dentro de la embajada ya estábamos a la espera de que hicieran lo peor con nosotros. Todos los días teníamos a unos tipos con rifles de asalto al lado. Cuando tienes ese nivel de asedio, cualquier riesgo para salvar tu vida vale la pena. Estábamos en un nivel tan alto de desgaste y de supervivencia que no había otra opción.
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