El fragor de la resistencia indígena, el templo de la diosa Icaque, las cuevas, los minerales, el empleo de la química para la guerra – todos y cada uno de ellos mostrándose al lector mediante el brillo de una pasión sin límites- constituyen los motivos, de este primer libro de Don Tulio Montilla. Hermoso, refrescante, a veces humorístico, el relato va dominando la escena febril de Sabana de Mendoza, captando entre forasteros y vagones, entre, ruidos de hierros que despiertan asombros novedosos y que escupen de la locomotora jefes civiles y curas rebeldes, la dimensión de un pueblo que todavía no ha sido valorado con justicia. En efecto: Toda la historia del Estado Trujillo, antes de la aparición del petróleo como palanca fundamental de la economía, gira en torno a la cuenca hidrográfica del Lago de Maracaibo. Pese a ello, nuestros historiadores siguen creyendo, tal vez porque buscan la grandeza de sus antepasados en los episodios bélicos de “Las Cumbres” –el Armisticio, la Guerra a Muerte o la Batalla de Niquitao-, que el espacio trujillano forjó sus coordenadas con el ejemplo de la cuna de Bolívar. Olvidan que la encomienda, la medicina, el comercio, la causa federal, el ferrocarril, el teatro y hasta el culto a San Benito estuvieron siempre ligados a una realidad económica que le confiere a la “Zona Baja” un carácter de encrucijada cultural. Por eso es que el libro de Don Tulio es una mirada de alerta por los cambios de una tierra ancha, singular, generosa, en la que las dos guerras mundiales se siguen a través de la prensa marabina y los alemanes asientan sus casas comerciales para probar suerte y modificar el contorno.
En un lenguaje coloquial, Don Tulio va transmitiendo al lector sus vivencias, sus observaciones, la interiorización de unos relatos que parecen venir del más allá, como encantados, levemente sugeridos por una prosa que sintetiza emociones y que pone al descubierto el legado más valioso de los pueblos: sus hombres. Allí está Mara, el cacique que solicitó auxilio de los dioses para ejecutar su venganza contra el llano inclemente que se ha tragado a Tura. Están las estampas pueblerinas de un ferrocarril que privilegia y devora. Está Adriana, la Sayona de los Ojos Azules, consumida en su propia tragedia amorosa, hablando sola y besando el aire de noche. Está el pueblo de La Vichú cargado de murmullos y miradas furtivas, ese lugar de encantamiento donde las guitarras arrullan el sueño de las muchachas. Está Maraico, la palabra que la Real Academia no puede hacer valer frente a la vida. Están las corbatas y las aceras que simbolizan en rigor a los jefes civiles de Gómez; la Influenza Roja, cuyo saldo de muertos se equipara a la guerra europea. Está el padre Telesforo Corta, rebelde y justiciero, sometido por los esbirros a una prisión deshonrosa. Y está en fin. Pazos, el galán burlado en Betijoque: “porque para una trampa no hay como una betijoqueña”.
En “Lo Contó el Abuelo” uno puede buscar pistas históricas, trazar líneas acerca de la identidad perdida, resucitar tiempos y enamorarse de la tierra. Puede, además, compartir el misterio de las creencias cuicas, sobre cuyos temores se asienta lo religioso y aparecen de golpe todos los fantasmas de Rulfo. Porque de algún modo, querámoslo o no, el miedo al más allá sigue siendo un lugar compartido por todos. Como lo dice el abuelo de Don Tulio: “Ese es el miedo del más allá, el temor de los indios y hasta de los mismos españoles a los seres del otro mundo que hablan y se les oye andan sin ser vistos”. (Lo Contó El Abuelo, Prólogo a la Primera Edición. Noviembre, 1988)