En aquella Valera de hace 60 años, los días santos, mi madre Josefa elaboraba la mejor dulcería criolla de la calle 14. Exquisiteces que aprendió en su infancia en la Cordillera del Humo (Mendoza Fría) donde nació esta santa mujer… La natilla era una ricura. El arroz con leche no se parecía a ningún otro. El quesillo para chuparse los dedos. El dulce de lechosa, jamás volví a probar otro igual. El cabello de ángel, sumamente sabroso. La sopa de pan; qué deliciosa. El mojito trujillano, era lo máximo… Qué manos bendecidas por Dios tenía Josefa para preparar la mejor comida trujillana.
El silencio era total…
En la Semana Santa de mi infancia, ni los perros callejeros se escuchaban. Los choferes dejaban de tocar la corneta en sus vehículos, desaparecían las palabrotas subidas de tono. El respeto los días santos en calles valeranas era más que asombroso. Se recordaba con nostalgia a Jesús de Nazaret, muerto en mala hora. Las emisoras sólo transmitían música sacra. El llamado a misa se hacía con las populares matracas, no se tocaban las campanas.
Las benditas palmas…
El Domingo de Ramos, la iglesia San José estaba repleta de feligreses. Monseñor Cardozo peleaba con algunos parroquianos porque querían llevarle palma bendita a la mama, a la tía, a la abuela, al abuelo, ¡Y no había palma pa´ tanta gente! Monseñor ponía “orden al desorden” con un llamado de atención: “Es una palma por persona”.
Había la creencia suprema que al momento de grandes borrascas o lluvias torrenciales quemar palma bendita calmaba la más grande tempestad… Y si se colocaba detrás de la puerta de la sala, nanay, nanay, los ladrones a esa casa no entraban… Y el agua bendita tenía “un no sé qué”, pero cuando mi hermano Juan llegaba con una “rasca de señor mío”, mi madre Josefa con una paciencia única le lavaba la cara con la milagrosa agua y en minutos entraba en un profundo sueño hasta el cantar de los gallos.
El lavatorio de los pies era esperado con mucho entusiasmo por la muchachada que ese año iba a hacer la primera comunión; y razón les sobraba, después del lavado recibían un buen refrigerio y cinco bolívares de propina.
Entierro de morocotas
Los días santos eran aprovechados por algunos “suertudos” en dinero para hacer “entierro de morocotas” o monedas de oro. Algunos se buscaban “un buen brujo” para que les preparara una “contra” tan poderosa que ningún “vivaracho” encontrara el bendito oro… El corre-corre familiar se presentaba al momento que el fulano ricachón estaba “colgando las alpargatas” para marcharse al cementerio.
Era todo un calvario de preguntas al moribundo, indagando donde carajo había enterrado las morocotas; si la familia se había portado mal con quien estaba casi “pelando gajo”, este se hacía el “locadio” y nada decía, hasta que se iba al pueblo de las cruces, luego, sucedía que casi echaban la casa al suelo buscando “el oro puro”.
Semana Santa de espanto y brinco
Hay centenares de historias relacionadas con espantos que se presentaban especialmente los días santos… La Sayona, es el espanto más conocido que le gustó el turismo de aventura, porque aparece en los más apartados pueblos venezolanos… Dicen que su nombre de pila era “Casilda”, mujer trabajadora y ama de casa. Un día se le metió el diablo en cuerpo y alma, cuando le contaron un dramático chisme: “Casilda, póngase las pilas, porque su marido anda con un quiquirigüiki raro con su mamá”. En un ataque de celos mató a su madre y a su marido porque sospechaba que había “jujú” entre ambos…
La mamá de Casilda, agonizando, la maldijo para siempre. Ahora, el fantasma aparece sólo a hombres infieles y mujeriegos que andan por esas calles pegándole “cachos” a sus esposas. Los atrae con su encanto de mujer y después casi los mata del susto.