Por: Antonio Pérez Esclarín
La Cuaresma, tiempo de oración y conversión, nos brinda una excelente oportunidad para emprender el viaje a nuestra interioridad. La sociedad moderna ha apostado por “lo exterior”, y ha olvidado la interioridad. Todo nos invita a vivir desde fuera. Todo nos presiona para movernos con prisa, sin apenas detenernos en nada ni en nadie. Vivimos casi siempre en las orillas de la vida; se nos está olvidando lo que es saborear la vida desde dentro. Para ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad. Es necesario aprender a conocer el mundo; pero también dentro de cada uno hay un mundo interior que descubrir.
El enorme desarrollo tecnocientífico no se está traduciendo en desarrollo humano. Los seres humanos hemos sido capaces de explorar el espacio, descender a las profundidades de la tierra y de los océanos, pero somos cada vez más incapaces de entrar en nuestra propia interioridad. Llenos de ruidos y de prisas, bombardeados permanentemente por informaciones que nos desinforman, nos resulta casi imposible estar a solas con nosotros mismos y escuchar las voces profundas de nuestro corazón . Necesitamos volver a nosotros mismos, desarrollar la conciencia, trabajar por el desarrollo de nuestra interioridad. Es en la interioridad donde el ser humano puede abrazarse a su propio ser, conocerse, amarse. La educación se ha limitado hasta ahora a enseñar a mirar, conocer y comprender el mundo exterior, pero ha olvidado enseñar a entendernos, a mirarnos hacia adentro. Necesitamos, en consecuencia, una educación que despierte el alma, que nos enseñe a mirarnos y a mirar con ojos nuevos. Necesitamos potenciar una mirada profunda que no se queda en la apariencia de las cosas sino que se sumerge en lo hondo y permite el análisis de lo que está sucediendo y de lo que nos está sucediendo.
La interioridad es el lugar de las preguntas y los encuentros, de los miedos, las dudas y las certezas. Lo propio del ser humano es hacerse preguntas esenciales y enfrentarlas con sinceridad y responsabilidad. Sócrates decía que no merecía la pena una vida sin preguntas, pero hoy la mayoría de las personas le tiene pavor a enfrentar el misterio de la existencia y asumir la vida como pregunta: ¿Quién soy?, qué hago en esta vida?, ¿para qué vivo?, ¿cómo me imagino realizado y feliz?, ¿cómo concibo la muerte?, ¿cómo me preparo para ella?..
La interioridad supone recuperar el propio misterio humano, el asombro de la existencia, que posibilita el distanciamiento de toda alienación que lleva al exilio de sí mismo, y a una vida superficial, frívola y hueca. El viaje a la interioridad nunca equivale a quedarse estancado en una especie de contemplación estéril o narcisista, ni tiene que ver con algún tipo de evasión o huida de la realidad, sino que es todo lo contrario: sólo si somos capaces de conocernos, valorarnos y estar a gusto con nosotros mismos, podremos salir al encuentro con los demás. La interioridad no es aislamiento, sino el viaje hacia uno mismo para salir de sí mismo. La interioridad lejos de inducir a la soledad y a la nada, refuerza la comunión profunda y radical con Dios y, desde El, la salida al encuentro con los demás, e incluso al encuentro respetuoso con todos los seres creados por Dios. “No corras, nos dirá San Agustín, que a donde tienes que llegar es a tu propio corazón. No salgas fuera de ti, no renuncies a ser tú mismo, no te distraigas asistiendo al espectáculo de vidas ajenas, no caigas en la redes de la frivolidad:¿Dónde vas? Vuelve a tu corazón”
Vivimos en la civilización del ruido. La persona superficial no soporta el silencio. Aborrece el recogimiento y la soledad. El ruido disuelve la interioridad. La persona sin silencio vive desde fuera, conectado con el mundo exterior pero desconectado consigo mismo. El individuo sin silencio no se pertenece, no es enteramente dueño de sí mismo. Vive como un robot, programado y dirigido desde fuera. Rodeado de medios de comunicación se siente solo, deshabitado. Estamos ante una contradicción manifiesta: la era de las comunicaciones coincide con el tiempo de la más fría e inhumana soledad; vivimos intoxicados de información, y nos ahogamos en un mar de datos. Pero ¿y la sabiduría? Una simple mirada a la marcha del mundo nos evidencia su ausencia. Al poeta Elliot le sobraba razón cuando se preguntaba alarmado: “¿A dónde fue la sabiduría que perdimos con el conocimiento, a dónde está yendo el conocimiento que estamos perdiendo con la información?” El conocimiento nos informa, la sabiduría nos transforma, nos induce a vivir bien. La sabiduría no consiste solo en saber. Es mucho más que eso: consiste en saber utilizar el saber. Sabio es el que utiliza su saber para producir vida. La sabiduría tiene como fin la felicidad, la vida plena. Un sabio infeliz es un contrasentido.
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