Bakersfield (EE.UU.), 16 jul (EFE). Alejandra se levanta todos los días en la madrugada para salir al campo y enfrentar una jornada marcada no solo por el desgaste físico, sino también por el miedo que se ha instalado desde que comenzaron las redadas migratorias en California, el corazón agrícola de EE.UU., y que ya cobraron la vida de un mexicano.
«La verdad que si no tuviera a mi hijo, a lo mejor ya me hubiera auto deportado, pero él pertenece aquí», dice a EFE Alejandra, una licenciada en administración de empresas mexicana que ha encontrado en los campos de cultivo del sur de California un refugio de la violencia que afrontaba en su lugar de nacimiento.
A la mujer de 39 años nacida en el estado de Michoacán el narcotráfico le mató a sus dos hermanos y el temor a las repercusiones la empujaron a dejar el país, pero ahora su miedo es otro: ser detenida y deportada en medio de su jornada laboral.

La muerte que acecha
Desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, las redadas migratorias se han intensificado en el campo de California, el estado que produce más de un tercio de las frutas y verduras del país.
El operativo más reciente, y también el más violento, ocurrió la semana pasada en una granja de cannabis, tomates y pepinos en el condado de Ventura, donde 361 inmigrantes indocumentados fueron arrestados y un hombre murió después de intentar huir.
Alejandra entiende el temor sufrido por los trabajadores agrícolas, y es que a pesar las condiciones precarias de trabajo le ha tomado cariño al campo porque le ayudó «a no tocar fondo y no caer en la depresión».
La mujer es madre de un pequeño de cinco años, muy extrovertido, a quien lleva a la guardería a las 3.30 am todos los días antes de emprender el camino de hora y media hacia su trabajo, donde le esperan temperaturas que en verano superan los 33 °C.
«Trabajamos con calor, en invierno con frío y si llueve con lluvia, porque aun así nos tienen trabajando», explica la mexicana, que cuando le toca recoger zanahoria llega a pasar su jornada de ocho o nueve horas de rodillas, porque esa verdura se recoge así.
Hay momentos en los que siente que a los trabajadores del campo no se les respeta, como aquel día en el que un camión atropelló a una mujer en el campo y tuvieron que seguir trabajando.
«Fue muy inhumano, la señora estuvo tirada mucho tiempo y nos hicieron trabajar al lado de su cuerpo muerto», relata.

La cosecha en peligro
Javier, quien pidió no revelar su nombre real por seguridad, uno de los mayordomos encargados de velar por el bienestar de los jornaleros en una granja de verduras ubicada en Tehachapi, en el condado de Kern, cuenta a EFE que ha notado una caída en la asistencia de trabajadores, desde el inicio de las redadas migratorias.
«Ha sido una temporada muy difícil para cosechar», cuenta el mayordomo.
Con 20 años de experiencia en el campo, Javier ha vivido de cerca el esfuerzo que implica cada jornada y a pesar de su cargo tampoco tiene papeles.
«Pienso que el Gobierno debería hacer algo con las personas que ya tienen mucho tiempo trabajando en esto y que son buenas», dice reconociendo que él mismo teme cada día que va a trabajar, especialmente en los últimos dos meses.
Aproximadamente un millón de personas trabajan en el campo en EE.UU., y cerca del 40 % de ellas no cuenta con un estatus migratorio regular.
Aunque aún no se conoce con precisión el impacto económico de estos operativos, el sector agrícola comienza a resentir la falta de mano de obra por el temor entre los trabajadores, quienes por días dejan de asistir al trabajo tras la presencia de agentes federales en el campo.
Teresa Romero, presidenta de la Unión de Campesinos (UFW), ha impulsado un proyecto de ley conocido como la «tarjeta azul» que busca otorgar a los campesinos un camino hacia la legalización y la posibilidad de continuar trabajando en la agricultura.
La sindicalista rechaza la idea de que, si los jornaleros fueran legalizados, dejarían el campo, sector en el que aproximadamente el 75 % es de origen latino, según datos de la Agenda Nacional de Liderazgo Hispano.
Por el momento, para quienes trabajan la tierra bajo el sol, como Javier y Alejandra, el miedo ya no es una excepción: es parte de la rutina.
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