El mercado y su esencia Por: Pedro Bracamonte

Las anchas escaleras conducían al piso superior repleto de sabores y colores, donde los hermanos González, mejor conocidos como los “yucas”, eran los más prósperos negociantes del lugar. Roque, Gabriel, César y Luis González habían llegado desde La Quebrada y junto a otro mercader de apellido Chinchilla, convirtieron aquel lugar en el mundo de los granos de Valera. Abajo y en las afueras de aquel mercado, otro sitio donde encontrabas lo que andabas buscando, era el establecimiento “La Reforma” del negro Pedro Urquiola, donde la venta del famoso “guarapo fuerte”, en pocillos de peltre se convirtió en punto de referencia por años de esta ciudad. Era el ambiente que se respiraba en aquella desgastada estructura que edificó el ejecutivo regional y que aún vive en la memoria de muchos. Desde que abriera las puertas en 1938, el mercado público fue el epicentro de la ciudad. La memoria nos revive el viejo edificio de dos niveles repletos de mercancía y mercaderes esperando por ansiosos compradores, que caminaban entre angostos pasillos atiborrados de víveres, granos, verduras, ramas y hasta penetrantes inciensos y jabones para la buena suerte, como me lo contó Pepino González.

Probablemente, ningún otro espacio en esta ciudad llamó tanto la atención como el viejo mercado público, donde los ruidos, los sabores y los colores nos empapaban en una euforia de sensaciones que se mezclaban entre vendedor y comprador en medio de un festín de puestos y personajes que tropezaban a diario. El bullicio de la gente entrando y saliendo, alimentos cocinándose y los cuchillos cortando, nos perpetúan al ambulante mercader conocido como “El Mediecito” y su ponchera de baratijas, las sabrosas empanadas de Emilia y los Montesinos o los gritos para vender los quesos de los Simancas, los Parras y la familia Rangel. Desde afuera observaban este diario bululú, Bernardino en su quincallería y Publio González desde su ferretería, la ya habitual pelea entre el caletero Cleto y los policías de punto.

Este mercado representó lo mejor de nuestras tradiciones gastronómicas y culturales. En este espacio se respiraba la esencia de Valera y de su gente, sus voces, penas y alegrías. El orgullo de los vendedores y la curiosidad de los visitantes eran parte de la socialización que allí abundaba, donde Álvaro “Táchira” Moreno ofrecía la lotería de animalitos, Antonio Fernández vendía aguacates y presumía de su gigante anillo, Luis Amado con su famosa chicha en las afueras del mercado junto a los olores de la pescadería El Indio y los caleteros y sus carros de municioneras que deambulaban entre el depósito de Ramiro Uzcátegui y El Tequendama. Por las tardes la faena se remataba en los billares de “Chiquito Mío” al frente donde vendía el pan Juan de Dios Ramírez en La Vencedora.

Este mercado se nos metió en el corazón y con su cierre se nos fue parte de la ciudad. El nuevo mercado, más mercantilista, carece de aquella esencia; sin embargo, ambos mercados me sumergen en el corazón de la Valera oculta a través de la comida y su gente.

Fuente oral: Amable “Pepino” González

Cronista Pedro Bracamonte

Salir de la versión móvil