En Venezuela, cada ciclo electoral reabre una herida que no termina de cicatrizar: la disyuntiva entre votar y abstenerse. No es una simple elección cívica; es un dilema existencial que atraviesa familias, divide amistades y consume la energía de una sociedad agotada. ¿Es el voto una herramienta para el cambio o un eslabón más en la cadena de la desesperanza?
La postura de quienes defienden el voto se basa en la convicción de que la participación es la única vía para generar presión y abrir resquicios democráticos. Argumentan que dejar las calles vacías y las urnas desiertas es ceder aún más terreno a quienes detentan el poder. Para ellos, cada voto, incluso en las condiciones más adversas, es un acto de resistencia, una pequeña llama que se mantiene encendida contra la oscuridad. Se aferran a la idea de que la acumulación de voluntades, por pequeña que sea, puede eventualmente forzar una fisura en el sistema. Además, votar es un derecho fundamental, y renunciar a él es renunciar a la propia voz.
Por otro lado, la abstención ha ganado terreno como una forma de protesta. Quienes la promueven sostienen que participar en procesos electorales que consideran carentes de garantías es legitimar un sistema que ya no representa los valores democráticos. Para ellos, el voto se ha convertido en una farsa, un mecanismo diseñado para perpetuar el status quo y desmovilizar a la oposición. La abstención busca visibilizar la falta de confianza en las instituciones, la ausencia de condiciones justas y la desesperanza ante la posibilidad de un cambio real a través de las urnas. Es un grito de hartazgo que busca denunciar la manipulación y la inviabilidad de un proceso electoral que no ofrece soluciones.
Ambas posturas, comprensibles desde sus propias lógicas, tienen sus riesgos y sus costos. El voto en un contexto de desconfianza puede generar frustración y la sensación de que el esfuerzo fue en vano si los resultados no se traducen en un cambio tangible. La abstención, por su parte, corre el riesgo de ser interpretada como desinterés o apatía, y puede dejar el camino libre para que las minorías decidan el destino de la mayoría.
No hay una respuesta fácil, ni una fórmula mágica que alivie este peso. La decisión de votar o abstenerse en Venezuela no es solo política, es profundamente personal. Depende de la interpretación de la realidad que tenga cada individuo, de su nivel de esperanza, de su capacidad para tolerar la frustración y de su visión sobre cómo se construye el futuro de un país.
Quizás el verdadero dilema no sea simplemente elegir entre votar o no votar, sino encontrar formas creativas y sostenibles de ejercer presión y construir ciudadanía más allá de las urnas. La verdadera fuerza de un pueblo no reside solo en su capacidad de elegir, sino en su persistencia, su resiliencia y su habilidad para seguir exigiendo dignidad y justicia, sin importar el camino que decida tomar.
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